Italia nos acaba de enseñar que no hay coalición de gobierno imposible, simplemente hay que querer gobernar y de paso dar una lección a quien juega al cálculo político. Matteo Salvini estará reflexionando en su casa sobre las consecuencias de la precipitación y la frivolidad, y de paso podría hacerlo también sobre su política euroescéptica y antiinmigratoria que muy probablemente va a ser revisada por su antiguo socio de las 5 Estrellas, Giusseppe Conte, y sus nuevos aliados del Partido Democrático.
Aquí, ni siquiera es fácil que la izquierda, considerada en su más generosa acepción, se ponga de acuerdo en formar o dejar formar un gobierno. La impresión general es que cuanto más hablan PSOE y Unidas Podemos más se distancian. Todo empezó con la apelación constante a la desconfianza mutua; Iglesias no cree que Sánchez sea tan de izquierdas como él y Sánchez no observa en Iglesias ningún destello de sentido de Estado. Tal vez los dos tengan razón en sus sospechas y se trataría de fijar con detalle los márgenes de discrepancia tolerables para gobernar juntos, sentados en el consejo de ministros o coincidiendo en el Congreso.
Sin embargo, el paso de los días nos ha conducido hasta la acusación de hostilidad, recientemente formulada por los socialistas. La hostilidad es una actitud atribuida al enemigo, palabras mayores aun considerando las licencias literarias que se toman los políticos en sus refriegas verbales. De ser unos puristas del lenguaje deberíamos convenir que PSOE y UP no tienen nada más que decirse, salvo retarse para el día convenido en las urnas junto con el resto de partidos. Pero nadie da por rotos los contactos o eso dicen.
¿Cómo están las cosas, pues? Donde siempre. El PSOE pretende imponer su teoría según la cual el resto de partidos deberían facilitar el gobierno del vencedor de las elecciones; unos, especialmente el PP, en razón a su supuesta responsabilidad de estado (como la tuvieron en su momento los socialistas frente a Rajoy, aunque no Pedro Sánchez), y los otros, específicamente UP, en la perspectiva de una oportunidad histórica para entenderse programáticamente con un gobierno socialdemócrata.
La teoría no es descabellada, en términos de democracia europea, pero en función de la experiencia reciente en España es una apuesta excesivamente arriesgada de no cerrarse, como mínimo, un pacto programático. El PSOE dejó gobernar al PP en minoría y en cuanto pudo se sumó a la moción de censura para tumbarle. Este es el precedente a evitar por parte del PSOE y ésta es la amenaza que administra Podemos cuando insinúa que puede regalarle los votos a Sánchez. Los socialistas se han acercado a PNV y a ERC para asegurarse un círculo de protección parlamentaria para evitar que un gobierno en minoría con el apoyo de UP quede expuesto permanentemente a la moción de censura, sin embargo, esta maniobra no ha impresionado a Iglesias que sigue instalado en la coalición o nada.
La coalición tuvo media hora de promesa de vida, el tiempo que tardó Iglesias en rechazarla en los términos planteados por Sánchez, quien, como advirtió, no ha vuelto a proponerla. Aquel error podría ser letal para las aspiraciones inmediatas de Iglesias y para el conjunto de los progresistas, porque las urnas tienen vida propia. Desde entonces, la desconfianza se ha tornado hostilidad y el horizonte económico se ha oscurecido de tal manera que las posibilidades de un gobierno PSOE-Podemos para afrontar la crisis anunciada se han reducido al mismo ritmo que aumentan las prisas del PSOE (o de una parte del socialismo, el más reticente a asociarse con UP) para acudir de nuevo a la urnas, con suficiente antelación para no pagar electoralmente los primeros zarpazos de la depresión.
Este nuevo y desagradable invitado acabará por ser determinante en el desenlace del largo paréntesis institucional, decantará el pulso entre Sánchez e Iglesias en función de un nuevo análisis sobre las debilidades, amenazas, fortalezas y oportunidades de una asociación del PSOE, el partido más influyente en la socialdemocracia europea, con Unidas Podemos, la izquierda plural que todavía temen en Bruselas.