Recuerdo con meridiana claridad que cuando se facilitaron los recuentos definitivos la noche de las elecciones generales del 28 de abril, el corazón me dio un brinco en el centro del pecho. Tenía muy claro que el PSOE iba a ganar de calle, pues tras la derrota sufrida en Andalucía, y ante el temor general de la izquierda al denominado "trifachito" de Colón, el partido de Pedro Sánchez concentraría votos útiles, restándoselos a fuerzas como Unidas Podemos. El votante, en estos tiempos que corren, es zorro resabiado, y quien más quien menos sabe que llegados a situaciones extremas las apuestas, por simplificación, se reducen a cara o cruz, a rojo o negro... Faites vos jeux, rien ne va plus! Si alguien duda de que esto sea cierto, que recuerde las elecciones del 21-D de 2017 en Cataluña, cuando el totalitarismo de una clase política repugnante puso a más de la mitad de la población contra las cuerdas y Ciudadanos arrasó en las urnas.
Esa noche tuve claras dos cosas de inmediato: que Pablo Iglesias y la cúpula de Podemos buscaría aferrarse a cualquier precio a la tabla de salvación que le supondría poder apuntalar el Gobierno de Sánchez tras su monumental descalabro en las urnas, y que a Ciudadanos, con Albert Rivera al frente, le había llegado la hora de bajar a la arena y ejercer el poder, tras haber acumulado, a base de mucha paciencia e innegable buen hacer, un excelente capital político.
Pero la división de opiniones al respecto no tardó en evidenciarse. Durante semanas no se habló de otro asunto en redes sociales y medios de comunicación. Personalmente sondeé en privado a numerosos amigos, periodistas, politólogos y votantes de Ciudadanos. Algunos, llevados por una endémica y ancestral animadversión hacia los socialistas, decían que no había nada que pactar, que esto era una carrera de fondo, que el objetivo era desbancar al PP en el futuro, que la hora aún no había llegado, y que con Pedro Sánchez ni a la vuelta de la esquina ni al notario a heredar. Curiosamente un tanto por ciento muy elevado --ojo al dato: en su inmensa mayoría catalanes hartos de soportar a un PSC deplorable, arrodillado ante el nacionalismo-- asentían y admitían que se abría una oportunidad de oro para reconducir muchísimas cosas, tanto a nivel estatal como autonómico.
Pensémoslo por un instante: ¡Cuán distintas podrían ser las cosas ahora mismo de haberse negociado un Gobierno de España afianzado en una amplia mayoría absoluta, conformada por una "cordial entente" PSOE/Ciudadanos; por una mayoría libre de todo servilismo, atadura, hipoteca o concesión alguna con el nacionalismo --catalán o vasco--, con los herederos del terror etarra, o con los demagogos chavistas de puñito alzado de Galapagar. Rivera y los suyos cumplirían, de este modo, con todo lo prometido, poniendo en marcha una gran parte de su programa --¿recuerdan la batería de excelentes propuestas que airearon en el pasado, cuando hablar con el PSOE no suponía un estigma?--; actuando conforme al impulso inicial que les lanzó al mundo de la política; ocupando por derecho propio esa centralidad que parecía pertenecerles de forma natural, y que asegura siempre el futuro y gana el corazón de todas las batallas; gobernando y atendiendo por igual a causas y asuntos sociales, progresistas, e intereses económicos.
Pero lo mejor de todo es, como ya he apuntado, que con ese entendimiento PSOE-Ciudadanos, el chantaje y la asfixia del miserable nacionalismo excluyente e hispanofóbico terminaría de una vez por todas. No volveríamos a hablar de referéndums, indultos y exigencias; no perderíamos más tiempo; Quim Torra no seguiría amenazando con su sempiterno “lo volveremos a hacer”; se cumpliría la ley, y se garantizarían todos los derechos conculcados a más de la mitad de los catalanes. ¿Se lo imaginan? No perderíamos otros diez años de nuestras vidas miserablemente. Ciudadanos, además, embridaría cualquier conato de veleidad del PSOE, y de ser satisfactorio su pacto a nivel estatal podría extenderse a Cataluña en las próximas autonómicas.
Para todo eso solo era necesario que Albert Rivera y Pedro Sánchez aparcaran personalismos e hicieran un esfuerzo por superar la mutua antipatía y resquemor que se profesan. Rechazo manifiesto que, contemplado desde una óptica serena, no debería interponerse ni anteponerse nunca al interés general de todo un país.
Pero Ciudadanos ha resultado ser, de modo incomprensible y lamentable, un partido errático, con una línea estratégica que ni sus votantes entendemos ni ellos se preocupan en explicar. Inés Arrimadas no intentó siquiera ser investida tras su victoria en Cataluña --todos somos conscientes de que no lo habría logrado, pero ahí habría quedado como hito histórico--, limitándose a cantarle, de forma brillante, eso sí, las cuarenta en bastos al presidente Ratafía; han dilapidado, en su apuesta por convertirse en gran partido de ámbito nacional, su capital acumulado en Cataluña, que no podrán mantener en unas próximas autonómicas; han trasladado a las piezas más importantes del tablero a Madrid, dejándonos huérfanos y sumidos en el desconcierto; uno tras otro los miembros fundadores y piezas clave abandonan el barco con absoluto desencanto; Rivera parece haberse enamorado de sí mismo, cayendo en la trampa del ego y radicalizándose, perdiendo la ambivalencia y la capacidad de maniobra que brinda la centralidad; su enconado no a Sánchez es, en buena medida, causa de la crisis que, por mucho que se niegue o maquille, vive el partido ahora mismo.
La política es ejercicio del poder, praxis, pacto, diálogo, acuerdo, cesión y prosecución ajena al desaliento. Y no hay nada en política que desgaste más que el no ejercicio de la política. Fuera de la praxis solo quedan esperanzas frustradas y oportunidades perdidas.
A lo largo de los cuatro últimos días los españoles, de todo signo político, hemos asistido en el Congreso de los Diputados a un espectáculo absolutamente bochornoso, indigno, impropio incluso de una lonja de pescado o de un mercado persa de pueblo de mala muerte. El interés de España ha sido obviado por unos y por otros en un vergonzoso mercadeo de carteras, cargos, sillones, poder y despachos, con luz y taquígrafos. Imperdonable y de juzgado de guardia lo de Pedro Sánchez; deleznable y repugnante hasta la náusea lo de Pablo Iglesias; cuestionable y preocupante lo de Albert Rivera y Pablo Casado. Solo Ana Oramas, de Coalición Canaria, ha puesto el dedo en la llaga al advertir que los votantes ya hicieron su trabajo votando, y que no es de recibo vivir lo que estamos viviendo.
Dudo mucho de que en las próximas seis semanas se arreglen las cosas. Sánchez e Iglesias ya son enemigos declarados. Nada se moverá. El PSOE presionará inútilmente apelando al sentido de Estado del PP. Llegará septiembre y el inicio de un otoño caliente, con el nacionalismo catalán dispuesto a quemar Troya. Iremos a nuevas elecciones, que posiblemente ratificarán el callejón sin salida en el que estamos. Pobre España y pobres todos. Feliz verano. Intentemos descansar.