Vivimos en un simulacro de democracia cuya principal característica es que no dejamos nunca de votar. Parece una contradicción en sus propios términos pero, en el fondo, es una descripción exacta. Votamos mucho, quizás demasiado, pero muy rara vez elegimos lo que deseamos. La impostura de nuestra vida pública cobra todo su sentido si reparamos en que sólo se nos permite opinar sobre una política y la opuesta, jamás acerca del asunto sobre el que conviene pronunciarnos. Los ciudadanos eligen, no deciden. La agenda nos llega predeterminada, igual que los móviles que nos espían. Podemos seleccionar a unos candidatos o a sus antagonistas para el espectáculo de los gladiadores del Circus Maximus. Nunca se contempla la posibilidad --el sistema electoral directamente la desprecia-- de no votar a ninguno, o hacerlo por opciones divergentes dependiendo de cuál sea cada asunto. La opinión de los disidentes --los abstencionistas o los votantes en blanco-- jamás se traduce en escaños.
El argumento para amparar esta mentira (el parlamento no representa más que a quienes aceptan el menú del día) acostumbra a ser el de la estabilidad institucional. ¡Ah, la estabilidad institucional! ¡Cuántas barbaridades (políticas) se perpetran en tu nombre! De estabilidad institucional andamos huérfanos desde las últimas elecciones generales. Y, al paso que pinta la investidura, careceremos de ella hasta septiembre. Sin descartar que tengamos que volver (de nuevo) a votar. Como escribió Chesterton, ese príncipe del ingenio, ni los mejores hombres se dedican a la política –“se dedican a la cría de cerdos y a los niños y a esas cosas”– ni los conflictos fanáticos entre los partidos políticos deberían parecernos suficientes. “No hemos alcanzado una completa democracia” --escribe el escritor inglés-- “porque la decisión dependa del pueblo. La tendremos cuando del pueblo dependa el problema”.
Éste es justamente el escabeche que Iglesias (Pablo) ha endosado ahora a las bases de Podemos, que deben decidir si son partidarias de un gobierno de coalición con el PSOE o prefieren uno de colaboración. Salta a la vista hasta quedarnos tuertos: el jefe de Vistalegre II busca el refrendo de los suyos a sus deseos, aunque tengan poco que ver con la gente y mucho con su persona (la palabra, en griego, significa máscara). Otro tanto podemos decir del sanchismo (en funciones). Sólo admite dos posibilidades –gobierno en solitario o gobierno sin Iglesias– para presionar a los efímeros jacobinos, que muestran la misma ansiedad por llegar al poder que Vox por devolvernos la España oscura de las sacristías.
Todo el ruido de la investidura se reduce a esto: negociar mucho sin dejar elegir nada. Ni a los electores, ni al adversario político, cuyos votos necesitan ambas partes para llegar a algún sitio pero cuyo precio ninguna de las dos está dispuesta a pagar. Es la filosofía moral de Juan Palomo: “Yo me lo guiso, yo me lo como”. Para cualquier problema --nos ilustra el gran Chesterton-- caben al menos diez posibilidades distintas. Quien reduce todo a los colores primarios –blanco o negro– no es un demócrata. Es un jeta que cree que el sufragio universal se circunscribe a responder, no a preguntar. “A este paso terminará habiendo menos democracia [en España] que en un saturnal de esclavos de Roma”.