La piel de nuestras ciudades muda de género en pleno estrés del sistema de partidos. Afortunadamente, con dos décadas casi vencidas en el siglo de las mujeres, no faltan ejemplos de alcaldesas potentes --Anne Hidalgo (París), Manuela Carmena (Madrid), Ada Colau (Barcelona), Mónica Fein (Rosario) o Célestine Ketcha Courtès (Bangangté/ Camerún)-- mandatarias vinculadas al Objetivo de Desarrollo Sostenible 5 de la Agenda 2030 de Naciones Unidas. Los casos citados y otros que no pueden faltar, como Núria Marín (Hospitalet) o Inés Rey (A Coruña), sirven de marco para situar la igualdad de género en el centro del desarrollo. Las alcaldesas expresan un avance en sí mismas por más que, en nuestro caso, seamos críticos con la gestión de los grandes desafíos económicos de Barcelona, compensados en parte por el sello cultural de la ciudad.
Las calles y plazas son el último testimonio de que “nuestro desconocimiento es también nuestro único refugio”, escribió Giacomo Casanova, amigo de Voltaire, de Rousseau y de Mozart; jugador, espía, traductor de Horacio y acompañante de la Pompadour o de Catalina la Grande, la Semíramis del norte, epítome de todos los excesos. Las ciudades cuanto más libres, mejor. L'Hospitalet exhibe un simbólo permeable en su corazón: el Tecla Sala, el centro rehabilitado de la mejor arqueología industrial, en el que los nuevos equipamientos conviven con la memoria de la viuda Tolrà, generadora de cultura en los años de silencio y catalanismo de boquilla, sotana y sacristía. La ciudad vecina y segunda de Cataluña ha sido glosada por camaradas de la Marín, como Anna König Jerlmyr, presidenta de Eurocities y alcaldesa de Estocolmo; Johanna Rolland, alcaldesa de Nantes, Gronkiewicz-Waltz (Varsovia) Zekra Alwach (Bagdad) o Fatima Zahra Mansouri (Marrakech).
El pasado jueves 11 de julio, cuando Marín recibió el bastón de la Diputación de Barcelona, el éxito de esta mujer valiente se reflejaba en el desasosiego del tiempo perdido, pegado en el resentimiento de Celestino Corbaho, el último capitán bisagra. En la calle, la protesta de los hiperventilados resultó testimonial y minoritaria, como lo son sus entorchados. La alianza PSC-JxCat ha desatado la enésima crisis entre los socios del Govern de la Generalitat, post-convergentes y republicanos, dos partidos dignos del Manifiesto Futurista, hecho de correajes y metafísica, como el que hoy abrazan, pañuelo al viento, los padanos de Salvini y Beslusconi.
Glosar a Marín en el tiempo de las ciudades revive a otras mujeres de peso en el mundo remoto de contrafuertes, arcos ojivales y cristalerías de empedrado; templos rescatados del olvido por la historiadora francesa Regíne Pernoud (La mujer en el tiempo de las catedrales; Ed Stok), un viaje fascinante al mundo femenino del pasado, poblado de reinas, monjas, escritoras, trabajadoras de distintos oficios, guerreras o campesinas. Todas ellas forjadoras del espacio que conquistaron las más sobresalientes, como Leonor de Aquitania, Cristina de Pizán o Catalina de Siena.
Existe la percepción de que ellas tienen mejor capacidad de escucha y que esto las hace mejores negociadoras, capaces de dialogar y cooperar con sus rivales políticos e ideológicos, y más exitosas a la hora de alcanzar consensos. Christine Lagarde, nueva presidenta del BCE, dijo que las mujeres “inyectan menos libido y testosterona” en las negociaciones, es decir, “no proyectan su propio ego”. No es casual que las alcaldesas de hoy sean un baluarte de los derechos humanos. Especialmente si sus movimientos de tablero muestran la eficacia de contención ante el nacionalismo de karateca, desplegado por la dupla JxCat-ERC; los comunes los mantienen a raya en Barcelona y los socialistas les han desmontado su fuerte apache frente a la Diputación, la tercera gran administración catalana en volumen de recursos. No somos tan únicos, porque, visto desde Barcelona, el Madrid de hierro está tadavía muy cuesta arriba en cuestión de investiduras. Los pactos en la capital desprenden una luz cenital en la que las líneas rojas de Ciudadanos se han convertido en simples remilgos.
Pactar es como jugar a la conga; no se olvida nunca, y sin embargo, los desmemoriados, luciendo lazos amarillos, torerillas de bocamanga o charreteras con flechas bordadas, han venido para quedarse y su credo consiste en desmontar el mundo para sacar algún provecho a río revuelto. Nuria Marín es una expresión evolucionada del cinturón de Barcelona, un bastión de las libertades frente a la monoglosia lingüística y mental del procés. El cinturón hará las veces de área metropolitana cosmopolita, mientras el Eixample, Gràcia, Sarrià-Sant Gervasi o Tibidabo sigan imaginando que todavía están bajo los cascos de la caballería del conde-duque.
Las ciudades merecen una oportunidad de plenitud. No desde la inocencia, sino desde la urgencia que tenía Alicia, la protagonista de Alicia en las ciudades, la película lejana de Wim Wendrs. Una niña, conducida por un periodista sin ideas y con una Polaroid colgada en el cuello, recorre la Europa de los años ochentas en busca de su familia. Alicia fue el punto de partida desde la sensibilidad desesperada en busca de soluciones vitales y las alcaldesas de hoy, son la estación de los derechos conquistados, sin desandar nada. Alicia vio lo muelles bañados por el Báltico, en Trieste, la Florencia del Elba; visitó Lisboa, la ciudad blanca; Praga, la del reloj astronómico; la danubiana Viena; la Berlín que ha convertido Alexander Platz en un parque temático de la Guerra Fría; la Florencia de Miquel Ángel; la Venecia del Gran Canal o la Londres del Savoy. Y así sembró, todavía en plena infancia, la mirada femenina del siglo XXI. Me imagino a Marín, desbordada de carácter, como un correlato de la mujer-niña en la que empezó todo.