El odio se ha convertido en el principal argumento de la política española. Los usos totalitarios puestos en práctica durante el último lustro por los nacionalistas en Cataluña, cuyos principales afectados son los catalanes que no comparten sus opiniones, han terminado exportándose a la vida política, convirtiendo la dialéctica (educada) de la política civilizada en un inmenso barrizal de estiércol que desde los espacios virtuales –esos universos paralelos– termina influyendo, como en los relatos de Borges, en la realidad más prosaica.
La gran diferencia con los tiempos pretéritos es que el rechazo contra el diferente, ahora, se hace en el sagrado nombre del amor, el buen rollo y determinadas causas que, siendo nobles, se están convirtiendo, gracias a esa forma de manipulación posmoderna que es el activismo interesado (que nada tiene que ver con el compromiso honrado), en un negocio para los ofendiditos, administradores de una supuesta superioridad moral que no está sustentada por sus hechos ni por sus actitudes, sino amparadas en las leyes de la horda. Ninguna se sanciona en un parlamento.
Acabamos de verlo en las manifestaciones en favor de la causa homosexual, convertidas en escaparate de ese supremacismo bondadoso que, a pesar de su apariencia multicolor, encierra un fondo negro. Sucedió primero en Sevilla, donde los diputados y ediles de Cs recibieron hace semanas insultos y botes de pintura en el desfile del orgullo LGTB sin que los organizadores lo impidieran ni condenaran. Este fin de semana el episodio ha vuelto a repetirse, con mayor intensidad, en Madrid. Ya es causa de enfrentamiento entre Cs y el PSOE y Podemos antes del primer intento de investidura.
No hace falta ser demasiado listo para darse cuenta que el fenómeno nada tiene que ver con la diversidad sexual o los derechos de las mujeres. En España, por fortuna, cada uno puede ser lo que quiera y expresarlo en público. En estas cuestiones, la secular intolerancia social se ha diluido. Vivimos en uno de los países que mejor –y en menos tiempo– ha hecho el tránsito de una sociedad con valores intolerantes hacia otra basada en el respeto a la libertad individual. Aunque, visto lo visto, sospechamos que no es un mérito colectivo, sino un regalo del destino.
La tolerancia general en lo que se refiere a las costumbres y elecciones ajenas, que algunos creen que se debe a sus inexistentes conquistas, ha convertido reivindicaciones sociales como el feminismo o el movimiento homosexual en asuntos civiles transversales. Cosa de todos. No podemos más que felicitarnos. La ley del péndulo, sin embargo, ha provocado la aparición de un colectivo inquietante: los monopolistas de la bondad. Aquellos que, en lugar de alegrarse porque sus demandas gocen de un respaldo creciente y mayoritario, que contribuye además a normalizar socialmente lo que siempre ha sido natural, se erigen en inquisidores de las causas más dignas, poniendo barreras de entrada en lo que deben ser movimientos abiertos, en lugar de cerrados.
Que se agreda a un político por acudir a una manifestación gay o feminista, como ha ocurrido con Cs, de cuya deriva ya hemos hablado en estos aguafuertes, no es una reacción crítica ante el rumbo que ha elegido el partido naranja, perdido en su propio laberinto, y con una crisis interna debida a los constantes volantazos en su política de pactos. Es un acto de intolerancia en el que quien pierde la razón es quien instiga, sea Agamenón o su porquero. Un ministro, mientras ejerza tan alta magistratura, debe comportarse como un responsable público, no como un activista dedicado a jalear a los cabestros. La historia está llena de causas bienintencionadas que, por culpa de sus dirigentes, terminaron en espantos. Las víctimas de antaño entienden todo esto mejor que nadie. ¿Por qué emulan a sus supuestos adversarios?
Las posiciones de cualquier partido, en democracia, están sometidas al reproche social. Probablemente en Cs no estén acostumbrados a que sus decisiones provoquen enfado, en vez de entusiasmo. Pero esto no puede justificar la ira de los beatíficos luchadores de causas que, cuando se convierten en su patrimonio personal, en su negocio particular, o en su bandera política, destruyen con sus actos lo que dicen defender con sus palabras. Ni el feminismo ni el movimiento gay son de una única pieza. Tampoco patrimonio de ciertos partidos políticos. Su fortaleza, igual que todas las cosas vivas, procede de su diversidad. La ortodoxia es la única fe que defienden los sectarios. Se vistan como se vistan y se acuesten con quien se acuesten.