A un vejete no se le puede quitar de esta manera la miel de la boca. Qué digo de la boca, la tenía ya esófago abajo. El pobre Ernest Maragall, que andaba probándose trajes para su proclamación como alcalde, ha visto como --salvo sorpresa de última hora-- los pactos políticos le han apeado del sillón antes siquiera de intentar sentarse. Cuidado con él. Que el bueno de Ernest confiesa 76 años, pero habiéndole visto durante la campaña electoral uno tiene la sensación de que es como esos futbolistas africanos que juegan campeonatos juveniles y al cabo nos enteramos de que ya cumplieron los 25 y son padres de familia. El día menos pensado alguien nos va a revelar que Maragall hace tiempo que dejó atrás los 80. En la pasada campaña, cuando a petición de la prensa se tomó una foto a todos los candidatos montando en bicicleta, Maragall parecía estar sobre un caballo desbocado y fue de un tris que no atropella a unos curiosos que por ahí andaban.
- Estos inventos modernos no se han hecho para mí -decía con su mirada aterrorizada, mientras intentaba aplacar la furia de aquello que tenía entre las piernas, la bicicleta, digo.
Lejos de mi intención sugerir que a tan provecta edad no pueda alguien gobernar una ciudad, si incluso los hay que gobiernan a su señora. Lo que estoy diciendo es que con las ilusiones de un anciano no se juega. No sólo porque su salud pueda resentirse, que seguro que se resentirá, sino porque es peligroso para los demás. Que los vejetes tienen muy mala leche. Sé de lo que hablo, tengo a mi señora madre en un geriátrico, y antes vendería biblias en Siria que comunicarle --a ella o a cualquiera de sus amigas-- que el paseo prometido lo dejamos para otro día. Si ni siquiera una anciana madre tendría piedad de su hijo ante el leve incumplimiento de una promesa menor, no quiero ni imaginar lo que está pasando por la cabeza del abuelo Maragall, que ya se veía vara en mano, emulando por fin al hermano que siempre le hizo sombra.
Yo de Colau, Collboni y Valls, me lo pensaría dos veces. Mejor quedarse cuatro años en la oposición que aguantar al viejo vengativo en que se va a convertir --si no se ha convertido ya-- Maragall. De momento, no ha dejado de soltar bilis y espumarajos en todo el fin de semana, y eso es sólo el principio. Por si fuera poco, andan Elsa Artadi y Quim Torra echando leña al fuego --al fuego de las entrañas maragallianas-- asegurando que lo de Barcelona ha sido "un pacto de Estado para frenar al independentismo". A cualquier persona con dos dedos de frente tal acusación le suena a chiste --como si el independentismo necesitara ayuda externa para frenarse, el pobre--, pero un hombre herido y de edad avanzada como Maragall puede llegar a creer que existe realmente un contubernio en su contra. No quisiera yo estar en el pellejo de quienes se la han jugado. Uno no cambia de partido, reniega de sus orígenes, se convierte al independentismo por arte de magia y se presta a sufrir un grave accidente con un artilugio llamado bicicleta para que al final le roben la silla. Hasta ahí podíamos llegar.
Se cuenta que en la primera edición del premio Nadal de novela, César González Ruano se enfadó porque él concurría al mismo, y sin embargo lo ganó una desconocida Carmen Laforet, con Nada. No en vano, Ruano, amén de escritor reconocido, era amigo de todos los miembros del jurado, ante los que protestó airadamente. Cuando le explicaron que la novela ganadora era mejor que la suya, replicó:
- ¿Pero desde cuándo se dan los premios a los mejores, en vez de dárselos a los amigos?
Lo mismo sucederá con Maragall el día de la investidura cuando, enfadado, tome la palabra y todo su discurso sea:
- ¿Desde cuándo se nombra alcalde a quien obtiene mayoría, en lugar de a un tipo que lo ha estado deseando toda la vida?
Hay gente que está acostumbrada a ganar siempre. Y a ciertas edades, cuesta cambiar de hábitos.