Manuel Valls pasó sin pena ni gloria por la campaña y sin embargo ahora se ha situado en el centro. Lo que la semana pasada era una hipótesis de trabajo, que sus votos fueran decisivos para evitar un alcalde independentista, ahora es una opción real, aunque no dependa únicamente del candidato de Ciutadans que vaya a darse la combinación mayoritaria que dejaría a Ernest Maragall y a ERC en la oposición en Barcelona. Él, de momento, se ha decidido por el mal menor, que según sus intereses sería la continuidad de Ada Colau.
Valls coincide en esto con Miquel Iceta, quien también ha hecho bandera de la oposición a Maragall. La decisión de Valls podría no ser la última que deba tomar en las próximas semanas, en cuanto la ortodoxia del partido de Rivera se le eche encima por su lógica afrancesada. Ahí se verá si el ex primer ministro francés vino a Barcelona para quedarse o solo para probar fortuna. La fortuna no le ha sonreído, pero acaba de ofrecer un destello de político experimentado. De todas maneras, tras meses de demonización intensiva por parte de socialistas y comunes, no puede esperar un proceso exprés de beatificación, ni siquiera una fiesta de bienvenida a la política catalana.
Poco a poco, Valls dejará de ser el candidato de Rivera para recuperar su condición de exsocialista, como Celestino Corbacho, casualmente; de la misma manera que su visión de Ada Colau ya no será la de una populista peligrosa, sino la de una alcaldesa izquierdista. De momento, es solo un movimiento en el tablero postelectoral, que sigue la secuencia iniciada por el PSC, pero cuyo éxito depende única y exclusivamente de Colau.
Colau sigue instalada en la apuesta por el pacto de izquierdas con ERC y PSC como mejor fórmula para gobernar la ciudad, y aquí seguirá a pesar del veto cruzado entre republicanos y socialistas, porque este tripartito es la base de su discurso electoral y no puede abandonarlo hasta que las palabras se conviertan en hechos. Su primera victoria tras la derrota del domingo ha sido la resurrección como aspirante real a la alcaldía, aunque para ello deba conseguir un pacto que le garantice 21 concejales en la primera vuelta. La ventaja de Maragall es que él, sin pacto previo, podría ser investido alcalde.
No hay torres de marfil en la política y quien aspira a etapas de gobierno suficientemente largas e intensas para desarrollar un proyecto debe estar dispuesto a andar por las tierras pantanosas de los pactos con espinas. En su primer mandato, Barcelona en Comú creyó en el milagro de poder gobernar en minoría e ignorando la experiencia acumulada en el propio ayuntamiento como pósito de equipos de gobierno anteriores. Cuando se dio cuenta, el plazo había expirado y el resultado está ahí.
En Cataluña, además de no existir torres de marfil, lo que hay es un muro de intolerancia política que se materializa en el bloqueo de las instituciones y que impidió, por ejemplo, que Miquel Iceta fuera elegido senador por el Parlament. Colau ha hecho campaña contra este bloqueo y cree que el tripartito de izquierdas aportaría el grado de transversalidad exigible a la situación, al margen de una mayoría sin precedentes en el consistorio. Y es tan verdad como improbable que se haga realidad, y no será por su culpa.
Al final, Barcelona en Comú deberá enfrentarse a las dos alternativas más probables: participar en un gobierno con Ernest Maragall al frente, incluida su visión de Barcelona como capital de la república, o defender la alcaldía de Colau, inclinándose por un gobierno con el PSC de cierto riesgo por las dos partes, pero un primer ejercicio de aproximación entre federalistas. Valls no estará en este gobierno ni probablemente le convenga, aunque su gesto de ofrecer los votos necesarios para una investidura anti-independentista aumentará su crédito para su nueva carrera política.