Manuel Valls no va a ser alcalde de Barcelona, salvo error monumental de los sondeos respecto a las perspectivas, no solo de su candidatura, sino de otras tres. Sin embargo, su mirada sobre lo nuestro aporta un punto de distancia singular que veces nos lo presenta como alguien atónito sobre lo que aquí sucede, pero que en realidad explicita un análisis cartesiano que tiene su interés, fruto de su experiencia como gobernante de una república de verdad.
El ex primer ministro suele expresar su desconcierto ante hechos que aquí casi consideramos inevitables, o tan enrevesados que casi nos dejamos llevar por la complejidad, a pesar de la gravedad de las consecuencias. La conquista de la Cambra de Comerç de Barcelona por las empresas movilizadas por la ANC es un buen ejemplo de la frialdad, o resignación, con la que se asumen por parte del establishment, entendido en sentido amplio, algunos de estos acontecimientos.
Para él resulta inexplicable que ante el propósito proclamado a los cuatro vientos de convertir Barcelona en instrumento del independentismo no se produzca una reacción unitaria de todas las fuerzas políticas y sociales contrarias al procés para batallar por una victoria electoral. Se supone que su estupefacción por la pasividad barcelonesa responde a su convencimiento de que en caso de pretender los hipotéticos secesionistas de Bretaña convertir la alcaldía de Rennes en punta de lanza de su reivindicación, todos los partidos de la V República acudirían en apoyo de la actual alcaldesa socialista, Nathalie Appéré.
El inconveniente para tal ejercicio de racionalidad política a la francesa es que en Barcelona gobierna una alcaldesa a la que Valls considera populista, equiparándola al independentismo en términos de riesgo político. Para él, Ada Colau y Ernest Maragall son lo mismo. Aunque lleve ya un año en Barcelona, es fácil sospechar que su valoración debe atribuirse a los criterios atesorados en su mochila de ex primer ministro, olvidando, tal vez, que la política tiene algo en común con la pintura impresionista, la apreciación de los detalles depende en parte de la distancia del observador.
La especial regulación del acceso a la alcaldía en segunda vuelta en la legislación española permite a un candidato alcanzarla por una diferencia mínima de votos y concejales, aun quedando lejos de la mayoría absoluta del consistorio. En Barcelona, este es el escenario más que probable. De todas maneras, se puede conseguir la investidura en la primera vuelta de sumarse la mayoría absoluta de los concejales, aunque en dicha mayoría no esté incorporada la lista ganadora en los comicios.
Tal como van las previsiones de empate técnico entre Colau y Maragall, Valls puede ser el árbitro de la alcaldía, aventurando que los socialistas en caso de sumar en una mayoría siempre lo harían en la contraria a ERC. El otro día, preguntado por esta hipótesis, el candidato asociado a Ciudadanos eludió dar ninguna pista, aunque dejó escapar disimuladamente una valoración de su concepción de la política; yo soy un pragmático, dijo.
Para cualquier otro candidato de Ciudadanos la pregunta sería un absurdo, no obstante, Valls se presenta como un candidato liberado de ataduras de partido, paladín de la transversalidad como receta apropiada para sacar a la ciudad y al país de la parálisis. Llegado el caso, será interesante conocer cuál es el mal menor para Barcelona, a juicio de Valls, ¿Colau o Maragall? Claro que podría desentenderse de la cuestión y entonces ya formaría parte de pleno derecho del establishment pasmado.