A veces pienso que nos pasamos de tolerantes con nuestros delincuentes. No conozco otro país del mundo que permita la presencia de presidiarios en el Congreso y en el Senado. Endomingados, además, como pudimos comprobar el otro día con la visita a nuestras instituciones políticas: podrían haber tenido el detalle de aparecer en chándal, mal afeitados y luciendo un aspecto patibulario, pero optaron por adoptar una apariencia de personas normales que no engañaba a nadie. ¿No hubiera sido mejor que llegaran con el tradicional uniforme a rayas y arrastrando una bola de plomo? De esa manera, todos sabríamos a qué atenernos; sobre todo, los demás políticos del Congreso y el Senado, que perderían el miedo a ser confundidos con delincuentes.
Diputados presos llegan al hemiciclo e Iglesias saluda a Junqueras
Hay que reconocer que la actitud de los amigos de lo ajeno fue correcta. Que se sepa, ningún diputado ni ningún empleado del Congreso y el Senado echó a faltar la cartera, el reloj o el móvil tras la visita de los héroes de la república que no existe, idiotas. Lamentablemente, las virtudes redentoras de la cárcel siguen sin ser asimiladas por nuestros reclusos independentistas, pues continúan mintiendo con absoluta desfachatez. El inefable Turull volvió a insistir en la falacia de que están en el trullo por dar la voz al pueblo, cuando en realidad lo están por haberse saltado a la torera la Constitución y el Estatuto de Autonomía de su comunidad. Sus compadres que aún no están encerrados --lo que Ignacio Vidal-Folch llama “la trama civil del golpe”-- contribuyeron a la engañifa diciendo que era una vergüenza que unos diputados elegidos democráticamente estuviesen entre rejas. ¡Menuda manera de ver las cosas! ¿No sería mejor reconocer la grandeza de la democracia española, que permite a lo peor de cada casa presentarse a las elecciones y, caso de salir elegidos, ocupar su escaño durante cinco minutos antes de regresar al talego? A partir de ahora, todos esos presidiarios tienen una nueva ilusión: volver a optar al escaño cuando hayan pagado su deuda con la sociedad. Cierto es que pueden pasar unos cuantos años hasta que lo consigan, entre la previsible condena del tribunal que preside el juez Marchena y la no menos previsible inhabilitación para ejercer cargo público, pero también los judíos expulsados de España en 1492 conservaron la llave de su casa, que pasaba de generación en generación mientras la casa en cuestión pasaba de usurpador cristiano en usurpador cristiano: en esta vida el que no se conforma es porque no quiere. En el caso que nos ocupa, bastaría con una foto del escaño que observar melancólicamente en la celda cada vez que el ánimo decayese.
Mientras tanto, para que todos supiéramos a qué atenernos, tal vez estaría bien que la Constitución española dejase de alentar ideas que castiga al ser llevadas a la práctica. De la misma manera que al asesino y al pedófilo se les permite soñar con cadáveres sangrantes y monaguillos apetitosos (para entrullarlos en cuanto matan a alguien o acceden carnalmente a un menor), al separatista se le deja soñar con la independencia, pero se le cruje cuando intenta implementarla. ¿No va siendo hora de acabar con esa falacia de que todas las opiniones son respetables? Eliminar a los judíos nunca me ha parecido una idea respetable. Tirarse a un monaguillo tampoco. E independizarse con más de la mitad de la población en contra, aún menos. Igual si dejamos las cosas claras de entrada nos acabamos librando de charlotadas como la protagonizada por esos convictos que se pasearon el otro día por el Congreso y el Senado como si fuesen ciudadanos ejemplares y pilares de la sociedad.