Para la crónica discreta del pasado, el matrimonio entre el poeta Joan Maragall y Clara Noble representó un entronque entre la industria y la cultura. Las crónicas del fin de siglo (Rossend Llates, en sus memorias, 30 anys de vida catalana; Espasa) explayan aquel momento de consecuencias hereditarias y ofrecen una similitud distante y de menor voltaje, respecto al cruce entre los Güell y los Comillas, los dos linajes que marcaron la Revolución Industrial, encarnada en la figura de Eusebi Güell i Bacigalupi.
En algún fragmento de sus numerosas biografías, el historiador y jurisconsulto Enric Jardí llegó a comparar esta segunda unión con lo que fue, mucho después, el encuentro Vicens Vives-Rahola, cruce entre la historiografía moderna y el mundo de las letras. Lo cierto es que los linajes marcaron el impulso de la imaginería y que además lo hicieron sin chocar de frente contra los gentilicios de la vieja nobleza. En el tiempo del vapor y las indianas, la acumulación bruta de capital (inversión) y la aparición de la banca moderna impulsaron una etapa de gran concentración en pocas manos. El crecimiento económico y sus protagonistas, los emprendedores, nunca menospreciaron la línea dinástica de sus núcleos familiares; tenían en sus manos la herramienta mejor dotada a la hora de conservar sus enormes recursos: La Compilació Civil, el derecho civil y mercantil catalán. La Compilació aseguraba la continuidad de los negocios en la descendencia directa de los pioneros.
Sin embargo, los casos de permanencia en el siglo XX de empresas creadas en el XIX son escasos. Los hechos demostraron que la herencia franqueó el paso a la diáspora. El caso de los Güell resulta paradigmático a la hora de ilustrar este trayecto; aunque las causas hay que buscarlas más en el cambio de modelo que en el cambio de manos. Cuando la gran Colonia Güell (cuna y catafalco del mejor textil catalán) entró en barrena, los descendientes del primer vizconde se habían disgregado en ramas de la última aristocracia, formada a base de títulos concedidos por los Borbones. La red de marquesado y condados donados por Alfonso XIII acabó convirtiéndose en un laberinto inextricable, que atenazaba en su interior a los llamados a mantener las empresas creadas en los años de la abundancia pero reducidas por el cambio tecnológico y desdibujadas en medio del comercio internacional. La última nobleza dio pasó a la endogamia, sostenida como por ensalmo en la Alta Barcelona de la Finca Güell, del Tibidabo de los Andreu o de los Arnús, y en las obras imborrables de los arquitectos Sagnier, Gaudí o Puig i Cadafalch.
A la mitad de la pasada centuria, el cambio de modelo productivo ahogó a la clase dirigente en un mar de renuncias y exigencias. Títulos borbónicos, como los Gelida, Güell, Montseny, Comillas, Godó y otros, defendieron sus privilegios entrando en negocios de nueva planta, frente a la pasividad rancia de los gentilicios del Cuerpo Militar de la Nobleza Antigua, los Despujol, Montcada, Montoliu, Sentmenat, Pallars, Albi, Armengol o Vilallonga. Estos últimos reclaman todavía hoy su linaje de siglos, pero desvinculados de sus patrimonios de origen y con herencias rurales sin apenas valor, diseminadas en blasones destruidos por el tiempo, en extensiones ganaderas o en antiguos dominios de caza con lebreles.
La misma crónica discreta, que practicaron Llates y Jardí, se ocupa hoy de la pervivencia de propiedades urbanas recibidas en herencia, como la Torre Ametller de los últimos Güell a los pies de Collserola o la casa de Bertrán i Musitu, el gran abogado de la Lliga Regionalista de Cambó, enclavada en el Putxet, rodeada de uno de los mejores jardines de Rubió i Tudurí. Esta propiedad es una herencia colateral del empresario Bertrán de Queralt (Asland Cementera), tras quedarse su antepasado sin descendencia directa. Y es, probablemente, una de las últimas concesiones inspiradas por aquel código civil destinado a mantener los patrimonios en pocas manos.
Cuando Musitu levantó esta vivienda singular (obra de Sagnier), la Barcelona de los últimos fundidores de plomo y hierro --los Müller, Mañach, Pibernat o Lacambra-- trasladaban sus factorías hacia el actual Poble Nou (Sant Martí de Provençals). Los hornos de entonces no tenían nada que con los que fundirían el metal 100 años después, como Torras Herreria o la Celsa de los Rubiralta. Y de aquel momento terminal --a excepción hecha de las grandes fargas catalanas, que serán objeto de otra entrega, en este itinerario empresarial-- la industria pesada sacó sus mejores frutos en la trefilería del acero y en el material eléctrico. En la fabricación de cables destacaron los Rivière, oriundos de Clermont-Ferrand. Francisco y Fernando Rivière Chavany impulsaron el negocio y después de la Guerra Civil destacaron como referentes del nuevo edificio social al calor de la dictadura. Por su parte, el subsector eléctrico entró descalzo y sin fanfarria en el santa sanctorum de la industria tradicional; sin embargo, la aplicaciones del material eléctrico en la Barcelona de Pearson acabarían decidiendo la pujanza energética aplicada al mundo de las manufacturas.
George Noble, un prestigioso ingeniero británico, se instaló en Barcelona en 1880. Le recibió su hermano Ernest, empresario de seguros y suegro del poeta Joan Maragall, casado con Clara Noble. El ingeniero fundó la Sociedad Anglo-Española de Electricidad cuyas primera instalaciones fueron tres establecimientos en la Rambla: el restaurante Gambrinus, la relojería Siglo y la satrería Duran, más conocida por el sobrenombre del Feo Malagueño. La Anglo-Española ganó dos medallas en la primera Expo de 1888 y obtuvo un éxito clamoroso con la Font Màgica en el centro de la Ciutadella. Fue el antecedente de la fuente luminosa de Montjuïc, en el 29 (segunda Expo). Noble realizó las primeras pruebas de radio y telegrafía sin hilos con el sistema Marconi (Electricidad industrial, de George Noble). A la muerte de Noble, en 1921, la empresa se quedó en manos de sus familiares y estos la vendieron años más tarde a la norteamericana L DI. En los setenta, entró en el capital de la compañía el grupo japonés Matsushita y se convirtió en Panasonic SA.
Uno de los competidores del ingeniero Noble fue Francesc Dalmau i Fabra, fundador de la imponente Sociedad Española de Electricidad. En 1871, en la Academia de Ciencias francesa, Zénobe Gramme había presentado un generador capaz de proporcionar corriente eléctrica continua. Y fue precisamente la Española de Electricidad la empresa que comercializó el invento de Gramme en media Europa. Los Dalmau extendieron el uso de la corriente continua, hasta el punto de captar las concesiones del alumbrado público, que convertiría a Barcelona en la ciudad de la luz, expresión fiel de la modernidad. Pero un tiempo después de la gloria, la empresa, acuciada por enorme pasivos y por una falta de liquidez insalvable, suspendió pagos en 1898 y los Dalmau tuvieron que vender sus acciones al Crédito Español. Antes del cambio de siglo, los activos de Española de Electricidad fueron traspasados a Barcelona de Electricidad, dominada por la alemana AEG, acompañada de la francesa Lyonnaisse des Eaux y de participaciones autóctonas, como la Banca Arnús o el marqués de Robert. La compañía abrió oficinas en el número dos de la Plaza de Cataluña, en la misma sede social de la Barcelona Traction del financiero mallorquín Juan March, embrión de la futura Fecsa. La Traction, conocida popularmente como La Canadiense, por haber tenido su origen en la ciudad de Toronto, sufrió la peor quiebra producida hasta entonces en la España de los negocios. Cuando la Traction supero el proceso concursal adquirió y reconvirtió en central térmica la fábrica de Española de Electricidad situada en la avenida del Paralelo. Hoy, en el skyline del barrio portuario cercano a Colón, se reflejan todavía las tres chimeneas, que habían sido el sueño de los Dalmau y que están consideradas un emblema arqueológico de la industria pionera.