Igual que antes, pero distinto. Así estamos: volviendo a la casilla de salida. Ahora bien, la patata caliente está, de un lado, en manos de Pedro Sánchez y de Albert Rivera, de otro. Aunque no es menor asimismo la papeleta de Pablo Casado. El presidente del Gobierno tiene la posibilidad de optar por un modelo tipo Frente Popular, con Pablo Iglesias de subalterno o de fotógrafo del BOE, que pone de punta los pelos a demasiada gente. Sin embargo, necesitará más votos y puede estar arrepintiéndose ya de aquello de que “los nacionalistas no son de fiar” dicho en el último tramo de la campaña. El líder de Ciudadanos, por su parte, es prisionero de sus afirmaciones sobre el cordón sanitario y echar al actual inquilino de La Moncloa como objetivo fundamental, cuando ahora resulta que podría tener la opción de coaligarse con los socialistas. Días vienen en los que podremos ver hasta dónde llega el sentido de Estado y la gobernabilidad del país.
¿Y el presidente del PP? El batacazo de Pablo Casado y su estrategia es de tal magnitud que la sombra de su dimisión no puede ser borrada. Parecería lo lógico y normal en cualquier país europeo. La decisión abriría una nueva crisis, estando aún demasiado reciente la anterior. Especialmente espectacular ha sido su revés en Cataluña en donde, a fuerza de ponerla en el eje de la campaña, ha logrado una movilización electoral sin precedentes y un rechazo frontal a sus postulados. Era lógico: algo tendrían que decir los catalanes ante la amenaza del 155. Pero también lo han dicho los ciudadanos vascos. En Cataluña y Euskadi el Partido Popular ha sido prácticamente barrido del mapa político. No sólo eso: habría que preguntarse hasta donde llega su responsabilidad en el impensable ascenso de Bildu hasta anoche. Sin descartar el papel protagonista de VOX y el ataque de pánico de los populares ante el temor de verse desbordados por su derecha.
Vienen días para la reflexión serena de cuanto ha ocurrido y el análisis pormenorizado de los resultados. Pero se abre un paréntesis que no se cerrará hasta pasada la próxima cita electoral con las municipales y autonómicas, sobre todo, y las europeas. Un periodo de incertidumbre en el que resulta difícil pensar que nadie se atreva a dar un paso al frente para cerrar pactos o coaliciones. Por más que los plazos de constitución de las cámaras obligan a conformar algún tipo de acuerdo. Lo evidente es que las sumas parciales en las diferentes Comunidades Autónomas, sin pretensión alguna de extrapolar los resultados de ayer, arrojan posibilidades múltiples de pacto y coaliciones que pueden alterar todo en cada una de ellas.
La confrontación y la polarización que se ha generado en las últimas semanas se han traducido en una fragmentación que será preciso gestionar por el bien de todos. En los tiempos presentes, con un sistema parlamentario, gobernar es mucho más que ganar las elecciones. En cualquier caso, parece claro que será difícil gobernar sin los nacionalistas catalanes. La derecha, en términos genéricos, confió en un proceso que pensaron que podía llevar a la desafección inversa: el rechazo a Cataluña de los ciudadanos del resto de España. Tras pasar por una primera fase de perplejidad y una segunda de esfuerzo por entender lo que ocurre.
Hemos vivido una campaña más centrada en sentimientos que en la presentación de propuestas concretas. Ha faltado capacidad para abrir el debate a otros espacios de mayor preocupación para los ciudadanos. Hasta el punto de que el gran debate ha girado en torno a los debates de televisión. Si alguien puede estar satisfecho es Podemos, después de orillar su rechazo del Régimen del 78 y atrincherarse tras la Constitución. No se lo pondrá fácil a Pedro Sánchez: ya manifestó nítidamente su pretensión de formar parte del gobierno.
Cómo se ha votado en esta ocasión podremos saberlo en detalle a partir de mañana. Es cierto que en muchos casos habrá prevalecido la teoría de la pinza, ese artilugio que puede llevarse hasta el colegio electoral para poder optar por el mal menor sin temor a sufrir efluvios desagradables. En otros tiempos se habló de otra pinza: la de Julio Anguita y José María Aznar para echar a Felipe González. La situación dista ahora de ser la misma, y aunque Iglesias sea un fiel discípulo de Anguita, la derecha está ahora mismo hecha unos zorros y falta de un liderazgo fuerte.
Quedará también por hacer las sumas correspondientes en votos, no tanto en escaños, en Cataluña para tener con más detalle la foto fija de los equilibrios entre soberanistas y constitucionalistas. Parece claro, de entrada, que este último está casi exclusivamente representado por el PSC. La derecha española parece no tener cabida en los territorios históricos de Cataluña y Euskadi. Y a la izquierda que representan los Comuns, acomplejada y contaminada por el nacionalismo, le ha faltado coraje para plantarse ante el independentismo y construir un discurso más cercano a los problemas directos e inmediatos de la gente abriendo el debate hacia otros espacios.