La semana pasada asistimos al enésimo altercado en la Universidad Autónoma de Barcelona. Un grupo de estudiantes radicales intentó sin éxito evitar que se celebrara un acto impulsado por la organización estudiantil S'ha acabat. El suceso, que tuvo una gran repercusión en medios y redes sociales, es consecuencia de un doble problema del que casi todos somos conscientes: el relacionado con la situación política en Cataluña y el vinculado al tradicional activismo que se vive en muchas universidades públicas. Vayamos con el primero.
La Universidad Autónoma ha sido históricamente el campo de pruebas de las asociaciones estudiantiles independentistas, el lugar donde han venido haciendo política casi en régimen de monopolio. Esa tarea -que no se da con la misma intensidad de la Central, la Pompeu o la Politécnica- se desarrolla normalmente en las facultades de ciencias sociales y humanas e implica profusas actividades que van desde el debate de ideas a la celebración de huelgas que paralizan la vida académica y afectan los derechos de terceros. Los estudiantes que venimos aludiendo cuentan con el apoyo de una parte del profesorado que tiene simpatías nacionalistas y que en ocasiones ocupa cargos del gobierno de la universidad en virtud del principio constitucional de autonomía.
Desde este punto de vista, no es cierto -como señaló el Rectorado en la posterior nota de prensa a los altercados- que en la Autónoma un grupo (S’ha acabat) quiera “politizar” la vida académica. Lo que ha ocurrido es que un pequeño número de estudiantes constitucionalistas ha desafiado la hegemonía política que vienen ejerciendo los alumnos independentistas, cuya misión primordial es trasladar a la universidad la construcción nacional diseñada por los partidos que habitualmente ocupan las instituciones de la Generalitat. Ningún equipo de gobierno ha sabido cambiar esta situación -que ha generado conflictos serios como la ocupación del Rectorado que en el año 2013 acabó en el juzgado- y ahora la Autónoma se ve en la tesitura de tener que articular en el campus un foro político porque un grupo de estudiantes mayoritario niega sistemáticamente a otro minoritario la oportunidad de expresarse en igualdad de armas.
El conflicto tiene que ver entonces con el mantenimiento del orden público universitario en el contexto de un procés que funciona como sumidero democrático. Los estudiantes radicales tienden, desgraciadamente, a reproducir en el campus una praxis política que, como ocurre en otros ámbitos institucionales, no está guiada por una mínima exigencia pluralista. Realidad que también es consecuencia de las graves carencias de un sistema educativo que no parece capaz de trasmitir el ideario de cualquier sociedad que se defina como democrática y de una esfera pública que habitualmente se reclama republicana pero renuncia a los principios más elementales del republicanismo. Casi todo parece funcionar mal por este flanco en Cataluña.
Dicho esto, tengo el convencimiento de que la universidad en general es incapaz de garantizar las condiciones de ejercicio de otros derechos fundamentales que no sean los de educación y libertad de cátedra. La Autónoma no es muy distinta a otras universidades españolas donde también se producen preocupantes -aunque no tan frecuentes- episodios de intolerancia ideológica. No cuenta, en tal sentido, con medios, experiencia, ni aparato legal a su disposición para construir un foro político neutral en un contexto de polarización como el que vivimos: ello se agrava si no tiene la colaboración y el apoyo de la administración autonómica. Los estudiantes, cuya principal misión es adquirir conocimientos, también tienen que entender esta realidad, de lo contrario pueden terminar convirtiéndose -paradójicamente- en mera correa de transmisión de situaciones de poder que tendrían que revisar desde el aparato crítico que en teoría les ofrece la educación superior.
La universidad tiene unos problemas de fondo que no interesan a casi nadie: su relevancia en la campaña electoral en marcha es escasa. Desde luego, el asunto aquí abordado revela las carencias de un modelo de gobierno corporativo mal diseñado y la incontinencia ideológica de un profesorado cuyo prestigio como burguesía remunerada pasó a mejor vida. No debe extrañar que algunas facultades sean hoy viveros de proyectos políticos que, con un escaso fuste programático, tratan de revalorizar una institución cuya función social parece formar parte de un pasado imaginado. De ese pasado se parte en ocasiones para admitir en los campus lo que no se tolera normalmente en la calle. Esta inclinación de algunas autoridades académicas indica que en la universidad española y catalana aún tenemos una tarea pendiente que realizar: la de nuestra particular Transición democrática.