Socialistas frente a ultras, el esquema finlandés se reproduce en España. Allí ningún partido ha llegado al 20% de los votos, y aquí no pasarán del 30%. Hundido el bipartidismo, estamos en los segundos comicios de presión disruptiva: Podemos lo fue en 2015 y ahora lo es Vox. El CIS de Tezanos nos deja una bolsa del 40% de indecisos y los sucesivos sondeos refuerzan la idea de que la triple derecha (o “una sola derecha con tres siglas”, como dice Sánchez) no alcanza la mayoría. Pero falta saber qué parte de este 40% corresponde a la cantera abstencionista que mira fijamente al mundo xenófobo, homologado en casi toda Europa, muy a pesar de Bruselas. Estamos a ciegas. Pero, a estas alturas, ya sabemos que el auténtico partido rompedor es el Vox de Santiago Abascal, el matador al frente de su cuadrilla, experto en la caza mayor a caballo y en jauría. El jefe, le llama Sánchez Dragó por oposición a líder: “un Jefe no politiquea, no hace promesas ni responde repitiendo una y mil veces su programa electoral. Un Jefe dice lo que es moral y lo que no lo es; defiende la patria y los valores esenciales del ser español”. Lástima de la profilaxis sexual homófoba, de la pistola al cinto y del pañuelo al viento. Mal rollo pelayos.

Las elecciones en Finlandia han significado el hundimiento de los liberales, mientras que el partido ultra, Verdaderos Finlandeses, ha doblado escaños para quedarse a pocos votos de los socialdemócratas. Los euroescépticos están a dos décimas de la victoria; colapsa estrepitosamente el bienestar nórdico en Finlandia, un país que conocen bien Carles Puigdemont y Raül Romeva, cuando estaba al frente de Afers Exteriors. El expresident huido pronunció una conferencia auspiciada por el llamado Grupo de Amistad con Catalunya, compuesto por diputados de varias formaciones, cuya mayoría desprende tufillo ultra. En su momento, Mikko Kärnä, el diputado finlandés amigo de Puigdemont, tuvo un rifirrafe con el embajador español, Manuel de la Cámara Hermoso, quien advirtió al nórdico que “si un día Finlandia tiene un problema de seguridad, puede ir a buscar solidaridad a Cataluña.”

Ya está claro que el europeísmo sentimental de Saint Simon no impide el ascenso de fuerzas ultraderechistas. A las puertas de una renovación de la Eurocamara, la eurofobia se explaya públicamente, sin miedo a perder votos. No hay bálsamo que valga, y menos ante la futura política monetaria del BCE, que cambiará de manos en setiembre para transitar desde del expansionista Mario Draghi al restrictivo Jens Weidmann, presidente del Bundesbank, y firme defensor de la retirada de estímulos.

Finlandia tiene otro defectillo. Ha castigado el consenso macroeconómico que divide nuestro mundo entre los que se mantienen en el objetivo de déficit y los que lo desbordan ampliamente, como la nueva Italia de Salvini, un chambelán de camisa parda y correaje. Salvini fue secesionista en Padania y ahora es más unionista que Garibaldi cuando entró en Roma vestido de gaucho, con un poncho sobre la camisa roja y con un palafrenero venido de Uruguay. La necesidad de desbordar el déficit para crecer ha dejado de ser un patrimonio de la izquierda para convertirse en el objetivo central del populismo autoritario, el de Abascal, pero también el de Oriol Junqueras, responsable del bono basura catalán. Media Europa se resiente de tanta impostura y, la otra media, sabe que el Brexit ha dejado de ser un anticuerpo para las infecciones euroescépticas.

Gracias a los mensajes de Abascal, el africano, la causa catalana ha dejado de ser el centro único de la campaña. Es de agradecer, que te curen el dolor de muelas, aunque sea con lenitivos raciales sin consecuencias. El procés ha querido ser la alquimia entre los candidatos y sus sueños recurrentes; un puente entre la era del PP y la de Sánchez, que empezó con la moción de censura. Pero ahora, la mirada indepe se difumina porque sus políticos se han convertido en justiciables y responden de sus actos ante el Supremo, la sala de casación; viven el fin de sus disposiciones liberticidas ante las que no valen los aforos. Los acusados del 1-O anhelan llegar a Estrasburgo, el último eslabón procesal, un tribunal prescriptivo, pero sin poder jurisdiccional. Ante la corte de Derechos Humanos, el desafío soberanista caerá por su propio peso ante la realidad constitucional, y a los líderes del procés solo les quedará el consuelo de mantener sus vanidades en vilo.

“Haced que sea nuevo”, inventó el gran poeta Erza Pound, en una emisora fascista en tiempos de Mussolini. El futurismo rompió en los años 30, pero al final, se coló en el sueño colonial del Duce, camino de Etiopía. Ahora, el PSOE lanza el “Haz que pase”, haciendo gala de un toque dadaísta creado por los chicos de Iván Redondo, el estratega de Moncloa. Es una forma de decir que el poder solo desgasta al que no lo tiene, como Casado y Rivera. Ya se sabe que los mensajes políticos son palabras sostenidas en sí mismas y la campaña electoral es una letanía por turnos; bustos que no pueden dejar de hablar, porque para “evitar el colapso hay que contar historias sin parar”, como escribió Samuel Beckett en Malon muere (Alianza).

Si el sueño de Europa al fin se desvanece, evocaremos aquello de “qué hermosa era la República en tiempos del Imperio”, porque el populismo destructor no puede disolver todavía las estructuras institucionales germinadas en el Tratado de Lisboa, con Cataluña metida en su entraña. En la UE, los protagonistas dialogan con el genio que los creó como en las novelas de Pirandello y tratan de matar al padre para sustituirlo. Europa, con la Finlandia del Norte incluida, es hija de Dante y Beatriz o de Petrarca y Laura; desciende de una complejidad que sus ciudadanos no siempre desentrañan. Y mucho menos, nosotros, los catalanes, hijos de la avara povertà descrita en La Commedia.