La estupidez es motivo de inquietud desde tiempos inmemoriales. Ya el Eclesiastés decía que “el número de necios es infinito”. Desde Aristóteles, pasando por Erasmo de Rotterdam hasta Albert Camus (la estupidez insiste siempre), la lista de pensadores preocupados por este fenómeno es interminable. Albert Einstein decía que “dos cosas son infinitas: el universo y la estupidez humana; y no estoy seguro sobre el universo”. El historiador económico italiano Carlo Maria Cipolla concluyó que “una persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que puede existir”, después de advertir que “subestimamos el número de estúpidos que circulan por el mundo”. A la vista de cómo se desarrolló la precampaña electoral en los últimos días, se comprende mejor la preocupación. La insensatez iguala partidos, clases, razas, ideologías, nacionalidades, riqueza... o cualquier otra variante histórica o cultural, es lo más repartido del mundo, una prerrogativa de todos los grupos humanos sin distinción.
La pasada, fue una semana fértil en brotes de simpleza. Tal parece que algunos hubiesen cambiado de camello súbitamente y al unísono, como para hacernos creer que estamos ante una pandemia. Suerte que siempre hay un resquicio para el optimismo. Investigadores estadounidenses concluyeron hace años que la necedad es imputable a un virus procedente de las algas, especie que no es precisamente común en tierras de Castilla. Cosa que hace aún más incomprensible lo del candidato del PP, Adolfo Suárez Illana, sobre el aborto y los neandertales: “lo usaban, pero esperaban a que naciera y le cortaban la cabeza”. Si se trata de un virus hay espacio para el optimismo: cuestión de antídoto. Pero sin echar las campanas el vuelo. Que la estupidez es también el resultado de un esfuerzo personal, no achacable a antepasados ni progenitores.
Sin necesidad de mirar más allá de las fronteras, podemos concluir que transitamos por una situación lamentable en la que una nutrida legión de estúpidos dotada de un extraordinario potencial dañino perturba la tranquilidad del resto de ciudadanos. Si queremos hacer una incursión allende las fronteras, sin ir demasiado lejos, podemos visitar a los 41 senadores franceses de diverso pelaje ideológico que, desde un país hecho unos zorros por los chalecos amarillos, se han incursionado en el procés pidiendo la libertad de los políticos presos. Ya lo decía Carlo Maria Cipolla: “Las elecciones brindan a los estúpidos una magnífica ocasión de perjudicar a todos los demás, sin obtener ningún beneficio a cambio”. O, si lo preferimos, quedarnos con la idea del investigador Paul Tabori de que “la estupidez es el arma humana más letal, la más devastadora epidemia”.
Con solo una semana, tenemos de sobra para encontrar una gran variedad de perlas que nos demuestran la imposibilidad de hacer una estimación cuantitativa del volumen de individuos estúpidos que surgen por sorpresa como salteadores de caminos en el sitio y momento más inoportuno e insospechado. En realidad, todo empezó con aquel arranque de populismo esencialista con “¡Yo soy el pueblo!” de Quim Torra a sus compañeros de los CDR en Sabadell; a falta de Estado propio catalán, es lógico que no clamase “¡El Estado soy yo!” emulando a Luis XIV. Se supone que se refería a un solo pueblo imaginario roto en dos bloques.
Se sumó después el ya citado número dos del PP por Madrid. Apenas sin tiempo para recuperarnos de sus aportaciones antropológicas, nos sorprendió el líder de Ciudadanos, Albert Rivera: ni corto, ni perezoso, se descolgó con una oferta de coalición con el PP para echar a Pedro Sánchez del Gobierno. Seguramente es una estrategia o estratagema fruto de un sofisticado análisis de la coyuntura, para distanciarse de su izquierda y rascar en su derecha, pero olvidando que, entre la fotocopia y el original, siempre es preferible el original.
La cosa no acabó aquí. Sin encomendarse ni a dios ni al diablo, llega el líder del PSC, Miquel Iceta, y se planta en el 65% de catalanes deseosos de independencia como punto de arranque para empezar a negociar --la independencia, claro. Por qué esa cifra es algo sin aclarar. Podía haber dicho dos terceras partes o cualquier otro número que prefiero omitir. A juzgar por las reacciones de algunos correligionarios, el silencio hubiese sido la mejor de las cantidades. Porque resulta que es como, si pensando que su partido va a ganar en Cataluña las elecciones generales, no supiera o no tuviese nada mejor que hacer para perderlas. Menos mal que no desempolvó el indulto.
En todo caso, si esto sigue así, el PSOE podría dejar de hacer campaña electoral: ya se la hacen sus competidores; siempre que no se la revienten los propios por un exceso de celo. Lo malo de la estupidez es que sus consecuencias no son obligatoriamente cómicas, sino que pueden ser trágicas. Nos pilla siempre por sorpresa y desarmados. Ahora bien, dada la inconsciencia de quien la sufre y la incapacidad para evaluar el número de estúpidos en circulación, empieza a ser arriesgado pensar que uno está exento de padecer de estupidez.