Después del éxito de El orden del día, la crónica sobre el ascenso de Hitler al poder con la connivencia de grandes industriales alemanes, representantes de empresas como Bayer, Telefunken, Opel, Agfa o Siemens, llega ahora a España 14 de julio (Tusquets), otra pieza de ingeniería literaria del escritor Éric Vuillard (Lyon, 1968). Muy al estilo francés, lo suyo no son exactamente novelas ni ensayos; él los llama récits, y consisten en el desmenuzamiento de un hecho histórico transformándolo en un río de escenas impresionistas tras el estudio de una profusa cantidad de documentación.
En este nuevo experimento, que es un libro anterior al del nazismo, galardonado con el Goncourt en 2017, Vuillard se remonta a la mañana del 14 de julio de 1789, cuando la multitud toma la Bastilla, antigua fortaleza convertida en penal. Una turbamulta de hombres y mujeres con nombres y apellidos, toneleros, carreteros, pinches de cocina, tejedores, costureras, alquiladoras de sillas, bodegueros, prostitutas, vagabundos y sin calzones, saquea los arsenales del Monte de Piedad y los Inválidos --vale cualquier arma, desde un mosquete del Diluvio, hasta un sable oxidado o una barra de cortina-- e irrumpe en el baluarte símbolo del antiguo régimen, abriendo así la puerta a la Revolución Francesa y a un nuevo contrato social. En una especie de carrera de relevos, un individuo que había permanecido en el anonimato emerge de la oscuridad durante una página para volver a caer en la nada, en la gran cuba donde ya nadie tiene nombre. El hombre insignificante como protagonista colectivo de la Historia. Uno detrás de otro.
Éric Vuillard advierte que las revoluciones se echan a dormir durante años para despertar cuando menos se las espera, y hacia el final del libro lanza una invitación a la rebeldía. Escribe: “Deberíamos abrir más a menudo las ventanas. De cuando en cuando, así como así, de improviso, mandarlo todo a hacer puñetas. Sería un alivio”. De hecho, en sucesivas entrevistas en los medios, el autor ha establecido ciertos parecidos entre el descontento que alimentó la toma de la Bastilla aquel mítico 14 de julio con algunas revueltas sociales de nuestros días, como el 15-M, las primaveras árabes o los chalecos amarillos que se pusieron en pie con el pretexto de la subida del combustible en Francia. Movimientos todos ellos que, en apariencia, han ido perdiendo fuelle como una pastilla efervescente tras el ímpetu inicial. ¿Por qué? Quizá porque ahora las sublevaciones nos pillan con el estómago bien lleno, mientras que el París de 1789 rugía de hambre por las malas cosechas y una deuda ingente. Y a diferencia de entonces, cuando el absolutismo tenía un rostro tan concreto --ese Luis XVI que anotó en su diario de caza el 14 de julio: “Hoy no ha pasado nada”; esa María Antonieta que compró un par de candelabros con diamantes por 200.000 francos--, el verdadero poder hoy es el económico. Tan robusto como inasible.
Además, en la toma de la Bastilla no participaron partidos políticos ni agitadores profesionales; la masa no sabía siquiera qué hacer cuando se echó a la calle. Fue la primera revuelta popular y tal vez la única. Pero, ojo. Puede que lo que venga en adelante sea una sucesión de pequeñas bastillas. La historia no se acaba nunca, y las desigualdades no han hecho más que crecer en los últimos 30 años.