Vivimos un tiempo político de jugadas maestras que no conducen a ninguna parte pero ayudan a mantener viva la anomalía que todo lo encubre, en especial, las falsas jugadas maestras. La anomalía existe, resultado de una acumulación de errores y desgracias atribuibles a dirigentes iluminados, gobernantes adormecidos, fiscales obedientes, jueces instructores creativos, periodistas convertidos en correas de transmisión y adoctrinadoras con cuota de pantalla. Sin embargo, por mucha anomalía que haya, existe una diferencia entre jugada maestra y jugada patética.
Quim Torra ha tenido ante sí la oportunidad de protagonizar un acto vistoso de resistencia a bajo coste político para un político que no quiere hacer política. El actual presidente de la Generalitat aceptó el cargo para guardar el sillón del Palau a Carles Puigdemont, a quien, a su juicio, corresponde el cargo. Torra nos ha dado a entender que lo suyo es la suplencia del legítimo que vendrá en cuanto pueda. Torra también ha explicado muchas veces que la resistencia y la desobediencia son los factores determinantes de la actual etapa de excepcionalidad. Y muchos de los suyos han criticado a Roger Torrent, presidente del Parlament, o a la alcaldesa Ada Colau, por no desobedecer al TC o a la Junta Electoral.
Sin embargo, cuando la oportunidad de exhibir coherencia entre los actos y los discursos se le presenta a él, no duda en dejar caer los lazos amarillos de la fachada de la Generalitat al segundo aviso de la Junta Electoral. La hipotética jugada maestra es que no cumple con el requerimiento de la españolísima Junta Electoral sino con la recomendación del amigo Rafael Ribó, a la que atribuye carácter vinculante. El Síndic de Greuges, al que nadie hace caso habitualmente, se limita a repetir el argumento legal de la junta, y de paso, desautoriza la resolución del Parlament que aseguraba que los lazos y la estelada no eran símbolos políticos. Dos éxitos en una sola jugada.
¿Y tanta maestría para nada, adonde conduce? En primer lugar, a certificar que los actuales dirigentes independentistas no están dispuestos a correr ningún riesgo, a pesar de su retórica republicana. En segundo lugar, a incrementar el desánimo de sus seguidores que ven como las perspectivas de resistencia de sus gobernantes se desvanecen a las pocas horas, en cuanto asoma la determinación jurídica. En tercer lugar, descubren la escasa entidad política del presidente de la Generalitat, la vaporosidad de su discurso de resistencia. Y en cuarto lugar, ofrece una victoria a la política sin cuartel propiciada por Ciudadanos y PP y les anima a seguir por esta deriva.
Todo el episodio podía haberse evitado de cumplir el Gobierno catalán la normativa electoral por iniciativa propia. Se hubieran ahorrado el trago amargo de la rendición y no habrían descubierto a los cuatro vientos su flaqueza de ánimo. Cuando lanzaron el reto a la Junta Electoral no podían pensar que esto acabaría de otra forma que con la amenaza de sanciones económicas y la posibilidad de traslado de la desobediencia a la fiscalía; los antecedentes son conocidos y la Generalitat no iba a ser tratada de forma más benevolente que al Ayuntamiento de Berga.
La lógica de Quim Torra se intuye misteriosa. De no estar dispuesto a ser inhabilitado por desobediencia, ¿por qué crear falsas expectativas para un público necesitado de alguna pequeña victoria ante el Estado perseguidor? La retirada de lazos y esteladas, aunque pudiere ser parcial, agranda la debilidad política del presidente. En el peor de los casos, puede incentivar alguna duda sobre su reiterada apelación a la provisionalidad como político profesional en un cargo público. Nadie mejor para asumir una inhabilitación de alto reconocimiento patriótico que un candidato a retornar a la segunda fila del independentismo en cuanto haya cumplido su misión de reserva del legítimo presidente. Si este amago de resistencia inútil implica que Torra ha cambiado de planes para su futuro, el independentismo tiene otro problema y necesitarán de la correspondiente jugada maestra para solventarlo.