Cuando la política degenera en lo grotesco, puede resultar tentador dar la razón al bufón de Ran, la película sobre el Rey Lear de Akira Kurosawa, y creer que “en este mundo loco, volverse loco es estar cuerdo". Quizás esto explique que en Cataluña el síndrome del sesgo de normalidad se manifieste en los medios de comunicación con tamaña profusión de risas forzadas.
Esta jocosidad institucionalizada, que no deja de tener su utilidad terapéutica mientras se hace política bajo unos mínimos parámetros de predictibilidad, se convierte en un síntoma de descomposición social cuando en tiempos tan caóticos como los nuestros se saca a los bufones para hacer política, hasta llegar al punto de que surjan organizaciones que nos explican con toda seriedad que la sátira es una herramienta política, sin caer en la cuenta de una vez que hemos llegado al punto en el que tanto los unos como los otros están convencidos de que el farsante es el contrario, persistir en las bufonadas conduce al nihilismo: si nada se toma en serio, nada en realidad importa, y, como diría Chesterton, el descreimiento lleva a creer en cualquier cosa. Y lo que es aún peor, a votar cualquier cosa.
Para poner en perspectiva la eficacia en lo político, baste con recordar que durante la República de Weimar, la sátira política que desencajaba las mandíbulas de los ciudadanos berlineses cada noche, en cientos de cabarets a costa de Adolf Hitler y sus matones, logró bien poco para impedir que los estrafalarios nazis llegasen al poder. Por el contrario, es posible aducir que, al ser objeto de mofa y ridículo, las intenciones de determinados políticos se antojan menos peligrosas a ojos del gran público, hasta que ya es demasiado tarde y las lágrimas ahogan las risotadas.
Una nueva generación de políticos iconoclastas parecen haber entendido esto mejor que sus rivales, y han hecho carrera poniéndose la máscara del bufón. Los casos recientes más extremos quizás sean los de Boris Johnson y Donald Trump, patricios ambos que han logrado alcanzar posiciones clave de poder haciendo de payasos en un espectáculo para la plebe que les ha permitido esquivar las cuestiones difíciles, disimulando entre risas y exabruptos sus contradicciones y ansias de poder, para regocijo de periodistas y seguidores e impotencia de quienes se toman la política en serio. Entre risa y risa, personajes jocosos como Farage logran secuestrar la agenda política y consiguen imponer sus políticas regresivas que perjudican tanto a propios y extraños.
Como hemos visto en el enésimo episodio chusco protagonizado por un guasón televisivo catalán –a quien no dignificaremos mencionado su nombre–, en política el uso del humor parece funcionar mejor para reforzar las ideas y los prejuicios del público más retrógrado, porque los chistes que estos personajes hacen se basan en las frases hechas, sobrentendidos, y lugares comunes propios del clan político al que se dirigen. Pero lo cierto es que la política deja de serlo cuando no podemos trascender el credo y los shibboleth que compartimos con nuestra tribu particular. Por eso, llevar la bufonada a la política no tiene ninguna gracia, porque acaba haciendo que la gente se desconecte de la política y se refugie en el cinismo.