Los enjuiciados se defienden como gato panza arriba. Es su derecho. El Estado de Derecho que tanto denigran (“No quiero vivir ni un día más en este Estado”, dice Torra, sin marcharse) lo garantiza e incluso admite que mientan. En los interrogatorios, más allá de toques personales y matices estratégicos, han compartido relato.
No han hecho nada penalmente punible y nada sabían. Ignoran quién pagó la fiesta y de dónde salieron las urnas. Los sucesos que conmocionaron España entera sólo fueron libertad de expresión, de manifestación, de protesta, todo lo más una desobediencia civil legítima. De los días 6 y 7 de septiembre ni me acuerdo. No hubo nada organizado, todo fue espontáneo y libre, y desde arriba respetuoso de la legalidad (por ponderación). No se construyeron estructuras de Estado ni hubo malversación. La “hoja de ruta”, desconocida o negada. Los catalanes son gente pacífica, y ellos presos políticos por sus ideas. La autodeterminación no es delito, convocar un referéndum (ilegal) tampoco y votar, menos. La declaración de independencia fue un acto simbólico, una simple expresión de voluntad política, sin valor jurídico, sin efectos prácticos, en castizo, un brindis al sol.
El bueno de Junqueras emulando “La buena persona de Sezuán” de Bertolt Brecht (en el TNC hasta el 17 de marzo). Shen-Te dirigiéndose a los dioses: “Tengo buenas intenciones, pero ¿quién no las tiene? Sí, me gustaría poder cumplir los mandamientos... y no apartarme nunca de la verdad”. El bendito de Cuixart y su improbable ingenuidad: “Nadie nos dijo nunca que estábamos cometiendo una ilegalidad”. (Lo que diría un presunto ladrón al Juez, “Señoría, nadie me dijo que robar era ilegal”). La farsa en el juicio y no la farsa del juicio.
Los magistrados evaluarán los hechos reales, no los alternativos. Pero, ¿cómo evalúa la calle, su calle, los hechos alternativos, no los reales? ¿Considera a los actores enjuiciados traidores? Silencio en la habitualmente ruidosa calle. Y esta vez habría muchas monedas de plata que repartir.
“Íbamos de farol”, lo adelantó Clara Ponsatí desde la comodidad de su residencia escocesa, y lo confirman los interrogados desde la incomodidad del banquillo. Maravilla el poder de convicción que tiene el farol en los juegos del nacionalpopulismo, miles de personas en la calle y en las urnas detrás del gran farol: “Somos República”.
Pero detengámonos un momento en el significado atribuible en política al dichoso farol. Un farol es una jugada falsa (María Moliner) para desorientar al contrario y ganar. Los dirigentes secesionistas, los del banquillo, los huidos y los que no están ni en un sitio ni en el otro querían (y siguen queriendo) ganar, si no, además de tahúres, serían unos estúpidos --seguramente ahora a los enjuiciados les convendría pasar por estúpidos ante los magistrados, la estupidez no es delito en el código penal--. Perdieron porque el Estado democrático y su Estado de Derecho tenían infinitamente mejor juego. Jugaron, pues, y perdieron. Las deudas de juego se pagan. Si hubiesen ganado, hoy uno sería presidente de la república (¿quién, Puigdemont o Junqueras?), y los otros, primer ministro, ministro de asuntos exteriores, ministra de educación...
¿Y las contradicciones, verdades que son mentira, mentiras que no son verdad, donde digo digo digo Diego? No hay problema, gracias a las enormes tragaderas de los creyentes, salvo para aquellos que empieza a flaquearles la fe. Si se presentara la oportunidad --el momentum que Torra espera como el santo advenimiento-- dirían “ahora toca pasar de lo simbólico paralelo a la república real”, se quedarían tan anchos y de nuevo serían creídos, y ovinamente seguidos. Puigdemont ha recordado al mundo que la “declaración está ahí”.
Un proyecto montado sobre mentiras, sólo la mentira permite que sobreviva. Por eso los creyentes en el proyecto autodeterminan y aprueban las mentiras, todas, las de ahora (lo simbólico) y las de antes (la república).
Han consolidado la mentira como normal en todos los escenarios, incluido el del juicio (“votar es normal”, decían, Junqueras el primero). Para salir de esa degradación y entrar en una normalidad decente, tampoco se puede aceptar que en la oposición a los secesionistas se mienta para combatir sus mentiras. Las mentiras se combaten (sólo preferentemente en los tiempos que corren) con argumentos.