Esta pasada semana hemos asistido a la presentación de una propuesta del Cercle pidiendo un nuevo Estatuto para Cataluña así como la presencia de voces moderadas en la política catalana. También, no es una casualidad, a una entrevista conjunta a dos expresidentes de la Generalitat, Artur Mas y José Montilla, (el primero, al parecer, con ganas de volver a la política activa) en la que, sin perjuicio de las diferencias, ambos, además de reclamar que el independentismo apruebe los presupuestos del Estado para evitar nuevas elecciones generales ante la eventualidad de un cambio de gobierno, apuestan por un diálogo en la línea de la propuesta del Cercle.

No seré yo quien ponga en duda la necesidad de diálogo y búsqueda de acuerdos. Pero conviene puntualizar algunas cuestiones.

La primera es que para llegar a acuerdos hace falta confianza mutua que nace de la lealtad que ha brillado por su ausencia desde la llegada al poder de Pujol en 1980, a pesar de haber sido nombrado español del año por ABC en 1986. Baste recordar las advertencias de Tarradellas contenidas en su carta al director de La Vanguardia en 1981, o el famoso Programa 2000, publicado en 1990 sobre la infiltración nacionalista en todos los ámbitos sociales y, en especial, en la escuela y los medios de comunicación. El expresident Mas tampoco anduvo sobrado de lealtad a partir de su repentina conversión independentista en 2012. Nadie en los Gobiernos de España, ni tampoco Montilla en Cataluña, actuó como debía ante esta evidente apuesta por el doble juego del nacionalismo, preocupados y ocupados exclusivamente en la política cortoplacista.

La segunda es que, como siempre, parece que los únicos catalanes insatisfechos con la situación actual y merecedores de atención son los secesionistas. El diálogo siempre se preconiza entre Cataluña y el Estado, obviando el diálogo interno en Cataluña. Los catalanes no secesionistas se sienten ciudadanos de segunda en su tierra. Sin atender sus reivindicaciones no hay solución digna de ser calificada como tal.

La tercera es que los expresidentes vuelven a excluir del diálogo al centro-derecha no secesionista, como si la coalición gobernante en Cataluña no estuviera repleta de personas de derechas, incluso de la más extrema. Plantear cualquier diálogo excluyendo de entrada al PP, todavía el primer partido español y con mayoría absoluta en el Senado, o a Ciudadanos, primer partido de Cataluña y que puede estar en un próximo Gobierno de España, no parece una buena idea e implica no haber aprendido del fracaso del Estatut.

Yo entiendo que los empresarios traten de pacificar la situación para frenar la degradación de la economía catalana. Su pérdida de vigor y de atractivo. Esta bien que lo hagan aunque muchos de ellos hayan sido colaboradores necesarios, unos por acción y otros por omisión, de la situación a que hemos llegado, incluidas las entidades financieras que, asustadas, cambiaron su domicilio social. Y no tengo la certeza de que la actitud de algunos no siga siendo la misma. Desgraciadamente, una cosa son los intereses sociales y otra la inclinación política de muchos dirigentes. En todo caso, una institución prestigiosa como El Cercle debería hacer un esfuerzo para, en sus posicionamientos, acordarse de la Cataluña no secesionista.

Sin un catalanismo leal, sin diálogo interno, sin búsqueda de amplios consensos no hay solución posible. Se me dirá que, de momento, se trata de salir del atolladero, de ganar tiempo, de bajar la inflamación. Yo diría que de lo que se trata es de sostener a dos Gobiernos, el catalán y el español, que no pasan su mejor momento. Son objetivos legítimos, pero no tienen nada que ver con solventar los problemas de fondo de Cataluña.