Erasmo definió la correspondencia como “un intercambio de opiniones entre amigos ausentes”. Y esto es precisamente lo que ha venido ocurriendo, a lo largo de décadas, entre los químicos que han atesorado colecciones privadas de arte (Uriach, Ferrer Salat o Vila Casas, entre otros) o que pertenecen a patronatos de museos como el MACBA, el MNAC o el Picasso de Barcelona. El coleccionismo, a menudo dotado de un toque filantrópico y a veces entendido como escaramuza fiscal, nos permite hablar de una transición entre el momento finisecular del XIX (la disgregación de las grandes colecciones, como la de Lluís Plandiura) y nuestros días. La pintura y la escultura del primer tercio del siglo XX concentran el gusto por el arte contemporáneo de la nueva burguesía vinculada a la ciencia y a la tecnología. El nuevo fetiche de la mercancía-cultura ha ido emergiendo al compás de la decadencia textil, al fin de las cabeceras siderometalúrgicas y al agotamiento de la industria pesada. La química, y más en concreto la empresas de laboratorios, han sido el granero de un mecenazgo cultural ex novo al que pertenecen algunos de nuestros grandes coleccionistas actuales.
Joan Uriach, centro una vez más de la presencia civil de los farmacólogos, recuerda la colección impulsada por su padre, Joaquim Uriach Tey, un hombre que llegaba a casa con cara de pillo y le susurraba casi a escondidas que había adquirido un Amat o un Enric Casanovas. El Doctor Biodramina explica en sus memorias que su padre apareció un día con un Nonell, bajo el brazo, y que heredó un Galwey de gran belleza, de un “estilo similar a las mejores telas de Joaquim Vayreda, el maestro de la Escola de Olot”. La de los Uriach es una colección hecha a mano, fruto del buen gusto, bajo ningún dictado; posee el gran estilo de los gentilhombres, que confeccionan tesoros estéticos a base de discreción y amistades labradas. Uriach Tey perteneció al círculo íntimo de artistas, como Amat Pages o Joan Rebull, el gran encuadernador, Manuel Bueno, y especialmente el crítico Jaume Pla i Pallejà, autor de Memoria escrita, una auténtica recolección de reseñas de la colección privada del farmacólogo, basada en la pintura del país.
Más allá de las discretas colecciones de mérito, el arte contemporáneo y las unidades de arte sagrado, provenientes de monasterios y abadías, han sido una constante a lo largo de un siglo, después de la diáspora de la Plandiura y de las donaciones de la Colección Cambó. Ambas referencias enmarcan el renacimiento de los grandes museos, como actual del MNAC, herencia intelectual de los mecenas del ochocientos, como Maties Muntadas, Camil Fabra y Enric Batlló y otros menos conocidos, los Eusebio Valldeperas y Josep Pascó. En el arranque de un tiempo nuevo, el MNAC representa la valiosa divisa local de una moneda de talla internacional, como lo ha querido ser el MACBA, de propiedad pública, pero definida en un patronato creado por Leopoldo Rodés. Estos dos polos han prefigurado el sistema de titularidades que predomina en nuestro tiempo, pero no han ahogado la existencias de colecciones privadas no expuestas, como las de algunos de los grandes empresarios farmacológicos. Los coleccionistas se han ido abriendo a fórmulas de exposición temporal público-privadas y de este modo su dinamismo, ha contribuido al lanzamiento de instituciones más visibles, como la de Josep Suñol, último gran accionista de Ebro Agrícolas (químico-alimentaria), la del publicista Lluís Bassat, la de los Daurella (accionistas de Coca Cola) o la Fundación Francisco Godia (expresidente de la química SA Cros), recientemente desvertebrada por sus descendientes.
La Suñol, situada en el Paseo de Gracia, es un verdadero iter por la sensibilidad de su creador entregado a compartir el arte de las vanguardias española y, en menor medida, italiana y norteamericana del siglo XX. Pese a su avanzada edad, Suñol revisa a menudo su Mao de Andy Warhol en un rellano de escalera o la posición de su objet trouvé, un viejo zapato colocado sobre un pedestal, sin mayores explicaciones de lo que bien podría ser un botín abandonado en su domicilio infantil, la sede de la fundación. Tal como lo describió el cronista y periodista desaparecido Agustí Fancelli, en la Suñol se viaja de Picasso a Miró y a Man Ray (espléndida serie de retratos) hasta Palazuelo, Millares, Canogar, Saura, Ràfols-Casamada, Hernández Pijuan, Cuixart, Muntadas, Arranz-Bravo, Bartolozzi, García Sevilla y Amat, entre otros, sin olvidar las esculturas móviles de Foster y un espectacular Barceló africano, Le bal des pendus, de 1992. Este cuadro es un resto de la muestra Barceló a les col.leccions privades de Barcelona, un recorrido por la obra del artista de Felanitx desde principios de los ochenta hasta el año 2000, con una espléndida selección de la época de Malí --peces, mujeres de vestidos de colores, tierra seca, animales colgados-- y de las esculturas de cerámica de mitad de los noventa. La experiencia del pintor mallorquín ayudó a mover obras desde colecciones privadísimas hasta salas reconocibles. Un viaje de ida y vuelta que muchos coleccionistas no aceptaron de buen grado, pero que ha marcado una época gracias al ejemplo de las fundaciones públicas y a las instancias municipalistas que han sido capaces de trabajar con discreción y tino. De aquel Barceló que escondía tesoros bajo un manto de modernidad queda la experiencia de sacar la plástica de salones y comedores abigarrados en domicilios de algunos coleccionistas citados, que han rechazado catalogar sus adquisiciones por temor a las consecuencias fiscales. Después de la pista de Panamá, los depósitos de la City y los holdings holandeses, el arte sigue siendo un paraguas tributario.
La cuarta generación del singular grupo farmacológico Uriach incrementó los centenares de cuadros y esculturas catalogadas por Jaume Pla con obras de Joaquim Mir, Joaquim Sunyer, Subirachs y Manolo Hugué. El conjunto abarca tres siglos de pintura catalana con lienzos de Lluís Rigalt, Ramon Martí Alsina, Joan Roig i Soler, Josep Cusachs. En el mismo fondo destacan piezas singulares como las de Llorens i Artigas pintadas por Joan Miró. En la tierra en la que nacieron Dalí y Miró y en la que se formó Picasso, las colecciones privadas con personalidad no han caído en la reiteración de los innombrables en mercados internacionales de grandes marchantes y han preferido abundar en obras de Rusiñol, Casas o Anglada Camarasa.
El catálogo Uriach recopilado por Jaume Pla se convirtió en una memoria de cinco tomos ilustrados acompañados de fotos de Català Roca. El último tramo de la colección es fruto de un esfuerzo recopilador del actual presidente de la empresa de laboratorios: la hora de los Torres García, Saura, Juli González, Marcel Martí y de algunas obras deliciosas de Benjamín Palencia, acompañadas de Günter Frögg, Kounellis, nuevamente Dalí y Miró, estos dos últimos a cuentagotas.
Entre los coleccionistas químicos que se han puesto como ejemplo de una nueva vanguardia èclair debe destacarse el caso descollante de Antoni Vila Casas, el patrón de la antigua Prodesfarma que vendió su empresa para crear la Fundación Vila Casas, con el objetivo de promocionar el arte contemporáneo autóctono. Contiene cinco espacios expositivos, exhibe el fondo permanente de la colección y celebra muestras temporales en Espai Volart 1 y 2, y Can Framis, dedicados a la promoción de artistas jóvenes y recuperación de trayectorias olvidadas; además gestiona un Museo de Fotografía Contemporánea y un Museo de Escultura Contemporánea.
La correspondencia de la que habló Erasmo, como forma de enriquecimiento intelectual mutuo, ha sido sustituida por la conversación privada, un intercambio propio de bibliotecas, jardines o salas de exposiciones. El mundo manuscrito ha muerto en manos de la era digital, cuya huella acabará siendo eterna. Los coleccionistas que exponen sus tesoros en catálogos públicos representan un regreso a la ética de la lealtad, un entorno en el que la ganancia es fruto de la investigación y no de la especulación. Por este camino, el arte vinculado a la empresa adquiere una forma de suprema elegancia.