Barcelona no es la Florencia de los Médici, pero estuvo a punto de parecerlo. Ocurrió cuando Eusebi Güell y Bacigalupi tuvo un encuentro fortuito con el arquitecto Antoni Gaudí, cumbre modernista de la ciudad cristiana, similar al que había tenido (400 años antes) Lorenzo de Médici con Leonardo da Vinci, don hambrientos de antigüedad clásica. En el momento de toparse, cara a cara con su artista divino, los dos mecenas, tanto Lorenzo (llamado el Magnífico) como el primer vizconde de Güell, se cayeron del caballo, emulando el misterio de Pablo de Tarso, el santo, en su encuentro con la fe. La realidad y el misterio del arte solo se cruzan muy de vez en cuando.
Vicenç Villatoro dice que Barcelona no es aquella Florencia, ni la Atenas de Pericles, ni la Viena del Imperio (la de Roth o Robert Musil), ni el Paris de las vanguardias. De acuerdo, pero podríamos añadir que podría ser una mezcla de todas ellas, si sus ciudadanos dejaran de practicar el arte menor de la introspección narcisista.
Retrato de Joan Tardà / FARRUQO
Uno de los inductores de Narciso, el avispado Joan Tardà, podría comprar este segundo argumento (el mío modestamente), si fuera capaz de asomarse definitivamente a la verdad. Su último movimiento ha consistido en plantarse delante de Torra con los Presupuestos Generales del Estado (PGE) de Sánchez para indicar lo que hay y cuál es el camino, y de paso conminarle a reducir sus humos de palabrería radical, antiespañola, hueca y vergonzante. El procés huele la vergüenza ajena que produce y que no gasta. El president Torra es tan reconcentrado, dogmático, feo e interesado (se ha subido el sueldo y asegurado de por vida una pensión de banquero) que voy a llamarlo Savonarola, mientras que a Tardà por contraposición sería Maquiavelo, siguiendo la genial metáfora de Villatoro, en su último libro Massa foc (diàlegs extremament apòcrifs entre Savonarola y Maquiavel), publicado en Pòrtic.
“Yo quiero la libertad de Florencia”, dice Savonarola (Torra); “Y yo la libertad de los florentinos”, responde Maquiavelo (Tardà). “Yo quiero una Florencia libre de toda dominación desde fuera”, prosigue Torra; “y yo, además, quisiera a los florentinos libres de una tiranía desde dentro”, dice Tardà. “Una cosa lleva a la otra”, contesta Torra. Y Tardà cierra el debate: “no necesariamente. Porque puede llegar a confundirse la libertad de los florentinos con la libertad de Florencia”. Sobre la propuesta de Villatoro, el debate apócrifo entre Sovonarola y Maquiavelo, se convierte así en una polémica entre Torra y Tardà; y finalmente, solo queda poner Cataluña donde dice Florencia. Los dos son indepes -malo, malo- pero por lo menos Tardà exhibe una preocupación moral que desnuda al president. Torra llega cada día al despacho llevando bajo el brazo la última provocación nacida en la factoría Vives Pi i Sunyer. Le rige la desafección Guillermina, según la cual, las leyes son como las salchichas: “lo mejor es no saber de qué están hechas”, solía decir Bismark. Para saltarse un reglamento, no hay como interpretarlo sin amarlo. Un caso claro de fraude de ley; carne de chiquero.
Parece que Tardà y Torra se matan por el visto bueno a los PGE de Sánchez. Pero todo es comedia: están esperando al 26 de enero para saber cuántos militantes del PDeCAT se van a la Crida de Puigdemont para hacer las cuentas de la geometría variable. Torra vive sus últimos días de gloria, porque tiene previsto dimitir antes de fin de mes, o eso les dice a los suyos. Y de momento, ERC protege sus secretos, como se está viendo este fin de semana con el silencio que rodea a la reunión de la ejecutiva de ERC celebrada ayer en Ginebra, junto al lago Leman, donde reside la prófuga Marta Rovira, su secretaria general.
Tardà, humanista, cátedro de Lengua y Literatura e internacionalista de primera hora, quiere acariciar el lomo de la moderación sin renunciar a sus principios. Es la cuadratura del círculo de un resistente al que le sienta fatal el kipá ortodoxo de las lamentaciones. El sabe que en aquella Florencia mítica, sacudida hoy por el tropel turístico en busca del síndrome de Stendhal, se inventó el Estado moderno, un cúmulo de legitimidades y derechos, que en España cristalizaron tarde, pero que se pueden destruir tan fácilmente entre medias verdades y disimulos. Él lo sabe y lo sufre cuando se pasea sobre las piedras de la capital toscana, por delante de los Uffizi, con el mismo garbo que lo ha hecho popular en el Madrid de La Latina. Si no nos quedáramos en las esencias podríamos regresar al festejo de las dualidades creativas, de mecenas y artista. Volvamos a poner el contador a cero en el momento del encuentro citado entre el vizconde de Güell y Gaudí. Y pensemos en otros, aunque de menor alcance: Picasso-Sabartés; Llimona-Cambó; Miró-Juncosa; Dalí-Morse; Marés-Folch Rusiñol; Plensa-Lassaleta, etc...
En la Florencia de los Médici, Savonarola, dominico y confesor del gobernador de la ciudad, Lorenzo, organizaba autos de fe y predicaba contra el lujo y la sodomía, pero al final fue excomulgado por el Papa Alejandro y condenado a la hoguera por la Inquisición. Sus cenizas nunca se posaron sobre las solapas de El Príncipe de Maquiavelo, la obra inaugural de la politología. El dogma y la razón empezaron a escindirse entonces y concretaron su antagonismo en la Ginebra de Calvino. Savonarola había sido el sujeto de la Reforma y fue el objeto de la Contrarreforma: la hoguera de Torquemada. Del dogma al fuego hay un milímetro.