¿Qué tienen en común una langosta, un torero y una botella de ratafia? Pues nada más y nada menos que ser recursos semióticos usados en diferentes guerras culturales cuyo mínimo común denominador es el rechazo a la erosión del orden tradicionalista, que amenaza los roles de género, económicos y políticos seculares.
Da igual que se trate de la obsesiva repulsa radical al feminismo de Peterson, del fajado heroísmo viril de Abascal contra “el moro” o del totemismo embotellado en el que Torra preserva las esencias catalanas: detrás de todas estas manifestaciones variopintas se esconde la reacción a los cambios que comprometen la sumisión al orden natural de las cosas y la existencia de jerarquías de dominación que se justifican con criterios de determinismo biológico, darwinismo social y misticismo cultural. Es decir, se amaga la antipolítica bajo la piel de oveja de las creencias, ofreciendo solazarse en los significados para no tener que molestarnos en cambiar el mundo.
Esta es una de las paradojas de los movimientos que han surgido al albur de las redes sociales; a pesar de promocionarse como disruptivas, y hasta revolucionarias, defienden propuestas involucionistas que denuestan las reformas políticas y abogan por el conformismo socio-político para mayor gloria del orden establecido que sustenta la verdad recibida: las estructuras sociales son y deben seguir siendo inmutables, pero podemos cambiar nuestras vidas y alcanzar la armonía en el arraigo simbólico, ya sea afirmando nuestra masculinidad, poniendo una bandera en el balcón o bebiendo ratafia. Las injusticias sociales no existen, todo se reduce a un problema hormonal. Para ser precisos, un déficit de serotonina o de testosterona, según los casos. Nada que no se pueda resolver mediante unas buenas dosis de terapia colectiva y auto-afirmación. La clave está en dejarnos llevar, resignándonos a que las cosas son como son; ¿para qué malgastar esfuerzos para estar mejor, cuando basta con que nos sintamos mejor?
Al fin y al cabo, entre los seguidores de estos movimientos es bien sabido que la culpa de la injusticia social y de que no podamos alcanzar todo nuestro potencial no es nuestra, sino de lo conspiradores que se empeñan en destruir nuestras formas de vida tradicionales, desde los marxistas culturales descubiertos por Peterson, a las bestias españolas que desvelan a Torra, pasando por el contubernio de Soros que tanto perturba a Vox.
Si nos da la impresión de que esta estimulación de los bajos instintos basados en la dialéctica amigo-enemigo se parece sospechosamente a la retórica totalitaria de los años 30, es porque en efecto incorporan desacomplejadamente estos elementos del fascismo a su discurso, a sabiendas de la probada eficacia que tiene conducir la confrontación política a la región del hipocampo, promoviendo políticas basadas en las fobias y prejuicios subyacentes en toda sociedad.
Y es que éste es precisamente el gran riesgo para la democracia liberal. Tal y como señaló el filósofo alemán Adorno, la fortaleza de la narrativa fascista radica en su capacidad para combinar la mentira con medias verdades sobre las carencias y contradicciones reales que se dan en el seno de la democracia liberal.
Por eso, la respuesta de los partidos políticos y de la sociedad civil en su conjunto no puede ser aceptar el campo de batalla de la intolerancia, porque esto equivaldría a aceptar la derrota aceptando las tesis totalitarias. Todo intento responsable de hacer frente a esta amenaza, pasa por analizar con honestidad las debilidades e insuficiencias sistémicas de la democracia, para dar una respuesta liberal a las razones de fondo que cultivan el caldo en el que fermenta el autoritarismo, en este momento particular de la historia.