Nunca se habían ido del todo, pero ahora están más fuertes que nunca y van conquistando territorios por el mundo. Ahí están los líderes de las dos superpotencias, Rusia y Estados Unidos, el uno con su nuevo misil supersónico que no hay quien lo esquive y el otro, con su pataleta por ese muro con México que cuesta 5.000 millones de dólares. En Brasil, Jair Bolsonaro, un exmilitar que no ascendió mucho en el escalafón, gana las elecciones y consigue que se congreguen para celebrarlo unas masas equivalentes a las que se formaron para saludar la victoria de Lula (me pregunto si no serán los mismos y me contesto que, tal como está el patio de la coherencia, es muy posible que sí).
En Francia e Italia, Marine Le Pen y Matteo Salvini están cada día más saludables. En Alemanía hackean las cuentas de todo tipo de políticos, menos los de Alternativa para Alemania, los carcas locales (qué casualidad, ¿no?). Y en España, como no teníamos bastante con Podemos, Ada Colau y los independentistas para empeorar convenientemente la situación, asistimos al rápido ascenso de Vox, pues ya tardábamos en ser como los demás europeos y tener nuestro propio partido de energúmenos de extrema derecha.
Nada más pillar cacho en Andalucía, Vox se ha hecho notar imponiendo condiciones al PP y a Ciudadanos que los primeros pueden acabar aceptando sin quejarse demasiado, pero que a los segundos les pueden amargar la existencia y situarlos más a la derecha de lo que desearían algunos de sus representantes (sobre todo, Manuel Valls, que ha propuesto un muy razonable pacto entre PSOE, PP y Ciudadanos para no tratarse con Vox, con los neobolcheviques y con los independentistas).
El tema elegido por Abascal y los suyos para liarla es la violencia de género y las medidas previstas para abordar el problema, que, según ellos, son discriminatorias para los hombres. Como ni siquiera ellos pueden decir que algo habrán hecho las mujeres eliminadas, se sacan de la manga una supuesta defensa de los tiernos infantes y de los desvalidos ancianitos para ver si lo diluimos todo en un magma bien confuso que le pare los pies al feminismo, esa lacra que se extiende cual mancha de aceite por el solar patrio y que habrá que reprimir más pronto que tarde. Ya tardan en suscribir las teorías de esa ministra de Bolsonaro según la cual los niños van de azul, las niñas de rosa y todo lo demás son ganas de cargarse la civilización occidental.
Conocí a Santi Abascal hace cinco años y reconozco que me cayó bien. Fue en el transcurso de un almuerzo en Barcelona organizado por La Esfera de Los Libros --editorial en la que yo había publicado El manicomio catalán-- y que contó con la presencia presidencial de Pedro J. Ramírez. Abascal ocupó la silla situada a mi izquierda y se portó de forma correcta, educada y, vista desde el momento actual, un poco pusilánime: como en la mesa estaban, entre otros autores de la casa, Julio Anguita e Iñaki Anasagasti, yo confiaba en que el líder de Vox intentara clavarle un tenedor a alguno de los dos, pero me quedé con las ganas. Si esto es la ultraderecha, me dije a la salida, apaga y vámonos.
Pero una cosa es la actividad privada y otra, el espectáculo político. Le pones un micro delante y Abascal muta en una especie de José Antonio Primo de Rivera sin inquietudes socialistas. Como nada nos gusta más a los españoles que mirar hacia el pasado, no es de extrañar que, después de aguantar a los neocomunistas de Podemos, ahora tengamos que hacer lo propio con los neofalangistas de Vox. Nos va lo rancio: cualquier político español que piense en el futuro está condenado al ostracismo, pues lo nuestro son los remakes de películas cuyas tramas originales ya daban grima. Y el mundo, de Trump a Bolsonaro, pasando por Salvini, Putin, Ortega o Maduro, se nos une para ver si entre todos conseguimos finalmente hacer un pan como unas hostias.