El Sur ha votado a las derechas, que esta semana consumaron el primer acto de la alternancia en Andalucía con la constitución del nuevo Parlamento de las Cinco Llagas, y los efectos de su decisión van a tener una repercusión atómica en el ámbito nacional, tradicionalmente ensimismado por la dialéctica Madrid-Barcelona. PP y Cs, con el apoyo de Vox, nombrarán en quince días al presidente de la Junta –Juan Manuel Moreno (PP)– y activarán una hoja de ruta que establece que la discusión sobre la cuestión territorial tendrá que contar a partir de ahora con la opinión de Sevilla.
El preámbulo del acuerdo suscrito entre populares y Ciudadanos no deja lugar a dudas. Dice así: “Los andaluces votaron por el cambio meses después de que el actual Gobierno de España pactase su investidura aliándose con quienes sólo quieren romper la Unidad de España. Su mandato es que desde el Gobierno de la Junta de Andalucía defendamos la Unidad de España Constitucional frente al Independentismo radical, haciendo que el pueblo español siga siendo el sujeto de la Soberanía Nacional”.
Repárese en el uso –ridículamente enfático– de las mayúsculas. El mensaje, no obstante, es diáfano: a partir de ahora Andalucía va a jugar un papel crucial en la política nacional, intentando ser un contrapeso a la tendencia del poder central de contentar a los nacionalistas mediante fórmulas federalistas de corte asimétrico. ¿Cómo afectará este nuevo escenario a la cuestión catalana? Previsiblemente, de forma contradictoria.
Por un lado, es probable que una parte de los nacionalistas, ante el triunfo de las derechas en el Sur, augurio quizás de una próxima irrupción en el ámbito estatal, mantengan el discurso rupturista de sus orígenes en lugar de explorar la vía del diálogo; por otro, quizás dilate los planes de la Moncloa, que a partir de ahora ya sabe que no sólo tendrá que lidiar con la oposición en el Congreso, sino que se enfrenta a un frente autonómico hostil a su política de distensión con Cataluña que, al calor de lo ocurrido en Andalucía, puede animar a otras regiones a sumarse a este carro. No sólo por motivos de cohesión territorial, sino por cuestiones orgánicas. Baste recordar la imagen de algunos barones socialistas sumándose hace días al debate sobre la improbable ilegalización de opciones políticas independentistas.
Andalucía, con su viraje, ha resucitado una determinada idea de España, si bien bajo un prisma que todavía no está del todo claro. El PP de Casado representa un incomprensible neoaznarismo; Cs oscila entre el neoliberalismo y la efímera socialdemocracia; y Vox predica una vuelta al tradicionalismo católico y sentimental. Las diferencias entre estas marcas políticas no son escasas, pero todas ellas comparten una postura muy crítica con cualquier concesión en favor del nacionalismo. Esta circunstancia, sumada a la inequívoca pulsión de cambio tras cuatro décadas de poder socialista, ha pesado en Andalucía bastante más que el cordón sanitario ante la ultraderecha que han reclamado políticos como Manuel Valls, el candidato de Cs a la alcaldía de Barcelona.
Los hechos, de momento, han dejado al candidato naranja de la Ciudad Condal atrapado en una contradicción: él dice una cosa; su partido hace otra. La disyuntiva, sin embargo, se torna bastante más relativa si se analiza el contenido del acuerdo PP-Cs (Vox no ha participado hasta ahora en su elaboración, aunque exige hacerlo para apoyar la investidura de Moreno Bonilla). El pacto de las derechas en el Sur proclama la defensa de “la unidad de España y el Estado de las autonomías bajo los principios de igualdad y solidaridad consagrados en la Constitución”.
También propone un programa de medidas para “despolitizar la Junta”, medidas contra la corrupción, la supresión de los aforamientos, una reducción de los altos cargos de confianza, limitación de los mandatos del presidente autonómico, la reforma de los órganos de control sobre el gobierno andaluz, el redimensionamiento de Canal Sur –la televisión autonómica, igual que TV3, es un aparato de propaganda al servicio del PSOE– y plantean una estrategia para desmontar el entramado de empresas y organismos autonómicos que forman la llamada administración paralela.
El pacto en su versión oficial suma casi treinta páginas de propuestas concretas que, lejos de ser extremistas, se sitúan en un espacio tibio –el de la moderación– compartido por muchos ciudadanos. Su debilidad potencial no radica en su enunciación, sino en su gestión; una tarea que sólo podrá evaluarse dentro de cuatro años, en función de cuáles sean las políticas reales de la Junta.
El cambio político en Andalucía, de momento, es nominativo y programático. Y ninguna de ambas circunstancias son una concesión en favor de Vox, sino un acuerdo entre fuerzas políticas que pueden sumar una mayoría parlamentaria alternativa al PSOE, Podemos e IU. La única incógnita abierta todavía es cuál será la transaccional que PP y Cs negociarán con el partido de Santiago Abascal para amarrar la inminente investidura de Moreno Bonilla.
Si ésta es menor, inocua, o ya está incluida en el acuerdo PP-Cs, que contempla el reforzamiento de servicios sociales básicos como sanidad o educación y no desmonta ninguna las políticas de igualdad entre hombres y mujeres, el pacto de Andalucía puede leerse como la antesala de una hipotética nueva mayoría parlamentaria alternativa a la actual alianza entre PSOE, Unidos Podemos y nacionalistas.