“¿Se puede gobernar en la era de las redes sociales?”. Esta es la pregunta que se plantea Olivier da Costa en The Conversation. La respuesta que ofrece, larga y detallada, predice una elevada inestabilidad política. Todos los Estados hacen frente a una “desconfianza de una amplitud inédita”, nutrida de reivindicaciones muy “heterogéneas”, amplificada y radicalizada por el tipo de activismo propio de las redes sociales. Para este politólogo, “la revuelta de los chalecos amarillos no es más que un síntoma adicional de una patología más profunda, la que ha llevado al Brexit, a la elección de Viktor Orban, Donald Trump, Matteo Salvini y Jair Bolsonaro, y la que garantiza la permanencia de Vladimir Putin y de Recep Tayyip Erdogan”.
Las movilizaciones de los últimos años [en Francia] --tanto si expresan una indignación de izquierdas o de derechas-- degeneran sistemáticamente en incitaciones al odio y en una violencia desproporcionada.
¿Hemos olvidado la violencia de ciertos manifestantes contra el “matrimonio para todos” [ley de matrimonio homosexual]? ¿Los ataques del Campo de Marte, los llamamientos a la desobediencia civil por parte de ciertos militares, los asaltos organizados contra policías, los periodistas agredidos, los políticos amenazados? Esas multitudes acomodadas no tenían hambre, ni sufrían finales de mes difíciles de cuadrar. Simplemente, creían encarnar una “Francia auténtica” opuesta a la “Francia de las leyes”, a la manera de un Maurras y no de 1789.
A diferencia de las revoluciones legítimas contra los poderes tiránicos, como la Revolución francesa o las primaveras árabes, las masas autoritarias pisotean leyes, instituciones y electos, porque se creen por encima del Estado de Derecho.
En esas estamos. En Francia, todo es debatible, todo es negociable. Ese es, de hecho, el principal defecto de nuestros políticos: el de seguir demasiado los vaivenes de la opinión. Y es una tendencia aún más marcada desde la explosión de la democracia digital y de la interactividad. Nuestra clase política ha sido casi totalmente renovada. Los viejos partidos han sido barridos. Gracias a las primarias, ahora podemos escoger y votar entre candidatos adversarios, hasta llegar a los finalistas. En una palabra, nuestra democracia nunca ha sido tan democrática. Y sin embargo, si se atiende a los mentideros, no basta. ¿Y si los mentideros se equivocan?
¿Y si, en vez de padecer un déficit de democracia, como ocurría hace treinta años, estamos sufriendo de un exceso? De una sobredosis de democracia, que genera niveles de inestabilidad tales que impide a los políticos mantenerse firmes y a las políticas, mantenerse estables. ¿Y si el “golpe de Estado permanente” que denunciaba François Mitterrand en tiempos de De Gaulle, viniera ahora de abajo, en vez de arriba?
Las manifestaciones en Francia sirven cada vez menos como expresión de un descontento, para establecer una negociación con un gobierno, y cada vez más para poner en cuestión al “poder” en sí. Incluso cuando las reivindicaciones de los manifestantes son atendidas, ello no es suficiente. ¿A qué se debe esta brutal impaciencia? A unas condiciones de vida que en ocasiones son realmente difíciles, pero no exclusivamente. A las frustraciones acumuladas, pero no solo. La manera en la que la menor de las “indignaciones” puede inflamarse tiene menos que ver con la razón de esa indignación, que a las “redes de la indignación”.
Tan determinante como la invención de la imprenta, la última revolución tecnológica nos ha transformado como sociedad. Ya no aprendemos a militar leyendo libros, acudiendo a manifestaciones, conociendo organizaciones, partidos o sindicatos. Todos estos mecanismos de vertebración social y colectiva han quedado obsoletos. Ahora, uno se auto-ilustra en menos de una hora, merced al intercambio de imágenes impactantes y de panfletos cortos. Este proceso narcisista, altamente abrasivo, favorece la violencia virtual y el tránsito a la violencia real. También lo hacen los mecanismos de manipulación y de injerencia.
No cabe duda de que las redes sociales facilitan todas las movilizaciones. Pero, al mismo tiempo, nos someten también a todas las propagandas y a las manipulaciones más elementales, en la era de las fake news y de la “posverdad”. Lo hemos visto con la polémica de las caricaturas, con la elección de Donald Trump, con el Brexit, y actualmente con los chalecos amarillos. Y lo veremos cada vez más, porque numerosos actores estatales y no estatales --de Putin a Steve Bannon, pasando por la Turquía de Erdogan y los Estados Unidos de Trump-- manejan estos instrumentos de propaganda y maniobran en pos de esta desestabilización: el caos favorece su hegemonía.
¿Qué político moderado podrá hacerles frente? ¿Quién podrá preservar el rumbo, cuando resulta cada vez más difícil terminar un mandato, o simplemente mantenerse en democracia?