Ignoro si, como aseguran que les ocurre a los gatos, realmente es cierto que Pedro Sánchez tiene siete vidas. Sí sé, no obstante, que sus muchos y muy diversos adversarios --tanto los de todo tipo de formaciones políticas contrarias como sobre todo algunos de sus propios compañeros de partido, sin olvidar a gran número de opinadores, tertulianos y politólogos de orientaciones ideológicas variadas e incluso opuestas-- le han dado repetidamente por muerto, claro está que como político. Sin embargo, una y otra vez este hombre sosegado y tranquilo ha superado con inteligencia y serenidad los importantes desafíos políticos a los que se ha tenido que enfrentar durante estos últimos años.
Llegaron a llamarle “el Renacido”, en alusión al filme de Alejandro González Iñárritu estrenado aquí con este título, con Leonardo di Caprio recreando la vida dura y azarosa de Hugh Glass, explorador, aventurero y trampero estadounidense de inicios del siglo XIX. Prefiero calificarle como “el Resiliente”. Porque Pedro Sánchez encaja a la perfección con la definición que el diccionario nos da de la resiliencia, esto es la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas. En realidad, el mismo término de resiliencia no tiene su origen en la psicología sino en la ingeniería, donde refiere a la magnitud que cuantifica la cantidad de energía que un material absorbe al romperse como causa de un impacto. Algunos especialistas afirman que la resiliencia está vinculada a la autoestima, aunque otros consideran que esta capacidad humana se basa sobre todo en factores emocionales, afectivos y educativos.
Sea por una u otra razón, está claro que Pedro Sánchez ha demostrado ya con creces su carácter resiliente, que no es tan solo el de resistente sino que va más allá, ya que convierte cada adversidad, cada desafío en una oportunidad de superación. Ha vuelto a demostrarlo muy recientemente, con motivo de la celebración en Barcelona, el pasado día 21 de diciembre, de una sesión del consejo de ministros que preside desde hace ya medio año. Lo que en un principio pareció ser una oportunidad de recomponer los necesarios puentes de diálogo entre el Gobierno de España y el Govern de la Generalitat --unos puentes dinamitados con tesón y contumacia tanto desde un lado como desde el otro durante los años anteriores-- fue convirtiéndose en una trampa peligrosa para el propio Pedro Sánchez: desde la Generalitat lo calificaban simplemente como “una provocación” y azuzaban a los sectores más extremistas y radicales del secesionismo --los CDR, Arran, las CUP, Bandera Negra, los GAAR, incluso la ANC--, a salir a la calle para boicotear la presencia en Cataluña del Gobierno de España, mientras que desde las fuerzas opositoras de las tres derechas españolas y españolistas --esto es, PP, C’s y Vox-- acusaban a Sánchez y a su Gobierno de “vendepatrias”, “traidor” y otras lindezas por el estilo, en este tipo de lenguaje que la rancia derecha españolista emplea desde siempre cuando democráticamente pierde un poder al que considera tener derecho eterno, es de suponer que por derecho divino, es decir “por la gracia de Dios”.
No fuimos pocos los que temimos que el tantas veces anunciado “choque de trenes” podía acabar produciéndose el pasado 21D. Éramos muchos, de un lado y del otro, los que lo temíamos. Otros, también de ambos lados, no solo lo esperaban, sino que lo deseaban, lo ansiaban. Porque sabían que si se hubiesen producido víctimas, si la violencia se hubiese extendido por la capital catalana y por el resto del territorio de Cataluña, habrían saltado por los aires, tal vez ya de forma definitiva, las escasas posibilidades que siguen existiendo de que el grave conflicto político e institucional planteado por el separatismo catalán se habrían extinguido.
Lo cierto es que el 21D, con el feliz antecedente de las reuniones que el día anterior tuvieron los presidentes Sánchez y Torra por un lado, y también, como miembros de sus respectivos gobiernos, de la vicepresidenta Carmen Calvo y el vicepresidente Pere Aragonès, la ministra Meritxell Batet y la consejera Elsa Artadi, así como la presencia en una multitudinaria cena organizada por la patronal catalana Foment de Treball Nacional de estos y otros destacados dirigentes políticos representantes de ambos bandos, se saldó de modo más que satisfactorio. Hubo incidentes, cierto. Incidentes violentos, es verdad. Pero no fueron muchos, estuvieron muy localizados, fueron reprimidos con rapidez y eficacia cuando se produjeron excesos evidentes, y nadie en su sano juicio puede decir que se colapsó no ya Cataluña sino ni tan siquiera la misma ciudad de Barcelona.
Lo más importante, lo que en verdad resulta políticamente trascendente, es que se recuperó el diálogo entre las partes, “desde la seguridad jurídica” y con el previo reconocimiento mutuo de la existencia de un conflicto político. Esto es lo que escandaliza, indigna e irrita a los extremistas de un bando y otro. Porque los extremistas de ambos bandos ansían que el conflicto se cronifique y eternice, que les dé nuevos estímulos para continuar pescando votos en aguas revueltas. Porque unos y otros radicales saben que su misma existencia puede estar en peligro si el diálogo prospera, si se opta con coraje y decisión por la vía del pacto, de la transacción, del necesario acuerdo; primero en el interior de la misma ciudadanía catalana, con un consenso tan amplio como sea posible, desde el que puede y debe ser posible, y sin duda es deseable, el ahora tan cuestionado encaje de Cataluña en el Estado social y de derecho que es España.
Se lo decía alguien tan moderado y sensato como Miquel Roca Junyent a Manel Manchón en la entrevista publicada días atrás en Crónica Global: “Hay miedo al acuerdo; los cobardes no pactan”. El veterano expolítico catalán, uno de los llamados “padres de la Constitución de 1978”, destacado fundador y dirigente de la ya extinta CDC pujolista, acertaba de lleno. Solo los valientes son capaces de dialogar, negociar, transaccionar y pactar. Lo hicieron hace ya más de 40 años dirigentes políticos procedentes del franquismo y del antifranquismo, reformistas e incluso rupturistas. Gracias a aquella valentía, a aquel coraje cívico, a aquella inteligencia política, llevamos en España, por primera vez en toda nuestra ya mucho más que milenaria historia, más de 40 años de paz, libertad, democracia y progreso. Y esto tiene su expresión cabal en Cataluña, con más autogobierno que nunca en su historia.
Si Miquel Roca rechazaba a los cobardes, y por tanto apelaba a los valientes, Francesc Valls, en la edición catalana de El País, hablaba de “La hora de los traidores”. Porque esta puede y debe ser precisamente la hora de las traiciones en un bando y en el otro. Para que dejen de existir unos bandos enfrentados y confrontados, o para que ambos bandos queden reducidos a la mínima expresión posible, únicamente a sus extremos más radicalizados y fanáticos, de un lado y del otro serán necesarias renuncias, traiciones, concesiones mutuas y sobre todo afán de concordia. De reconciliación nacional. Como ya nos ocurrió en 1978.
Y ahí tiene un gran y decisivo papel que ejercer Pedro Sánchez, el Resiliente.