En Adiós al caballo, que es una especie de enciclopedia llena de anécdotas y de datos sobre los caballos a lo largo de la historia, obra del respetado periodista alemán Raulff Ulrich, se dice que durante la primera guerra mundial muchos soldados encallecidos por la lucha y los sufrimientos, tipos duros que eran capaz de ver montones de cadáveres humanos sin descomponer el semblante, se conmovían hasta las lágrimas ante el sufrimiento de los caballos heridos o ante sus restos mortales. Esto está recogido en muchos testimonios de soldados de aquella guerra, la última en la que los caballos tuvieron un papel importante. Luego ya fueron sustituidos por los vehículos motorizados.
Está claro que aquellos combatientes de la Gran Guerra pensaban que el hombre herido o muerto, aunque fuese un soldado raso, algo había hecho para merecerlo --es la idea del pecado original, base moral de la civilización judeocristiana--, pero en cambio los animales eran víctimas inocentes de nuestra brutalidad. Nobles brutos absurdamente sacrificados. Un relato de Lernet-Holenia cuenta la peripecia de un caballo de batalla que sobrevive a la guerra, luego en tiempos de paz es explotado por un carretero sin escrúpulos, y por fin es rescatado de esa vida infernal por un veterano, etcétera; no recuerdo el final del relato, que era ciertamente conmovedor, ni el título del libro, que se editó en España hacia los años sesenta; pero sobre ese mismo asunto se escribió también una novela y sobre ésta se hizo la película Caballo de batalla de Steven Spielberg. El periodista checoslovaco Egon Erwin Kisch, alias “el reportero eléctrico”, escribió un dietario, recién publicado en español bajo el título ¡Escríbelo, Kisch!, donde recoge sus experiencias como soldado en la primera guerra mundial en el frente del Este, y ahí he visto confirmado lo que dice Raulff en Adiós al caballo: en sus páginas, tan impresionantes como toda la literatura de este subgénero testimonial, se hace mención explícita a lo triste que le resultaba a los soldados ver cómo sufrían los caballos por culpa de la locura humana.
A veces nos dan piedad los bichos, los caballos, los perros. Hay una canción de Jacques Brel que se titula precisamente Les filles et les chiens, donde se habla de los mil daños que causan las mujeres, lo engañosas e interesadas que son; y el estribillo repite: “mais les chiens…”, o sea “en cambio, los perros”, en cambio los perros son fieles, los perros no saben engañar, “y sin embargo, es a causa de las chicas que cualquier mañana, a la menor indicación, renegamos de nuestros perros”. Bien, al margen del ingenio de los versos, de la gracia musical, del dolor que atestigua bajo su ironía, esa canción es indiscutiblemente un himno machista, como otras canciones de Brel; hoy causaría indignación y sería objeto de un gran boicot por parte de las fuerzas feministas, pero en cambio a los animalistas probablemente no les parecería tan mal, pues su respeto y su piedad se centran exclusivamente en los animales, en la defensa de sus derechos, y no en los seres humanos. Como Diógenes el cínico (“cínico” etimológicamente significa precisamente “canino”), dicen: “Cuanto más conozco a los hombres, más aprecio a mi perro”. Prefieren a los animales que a los hombres, más aún: celebran la muerte de un torero y lloran la de un perro.
A veces nos dan piedad los animales, y hasta las plantas, y eso tiene sentido y explicación. Pero nuestra mayor responsabilidad, no hay que olvidarlo si no queremos volvernos rematadamente tontos, es con nuestros semejantes, los seres humanos.
He visto que cuando los animalistas consiguen que se hable de ellos es porque han montado un espectáculo un poco vergonzoso, ya sea que se embadurnan de falsa sangre ante una plaza de toros y se desgañitan llamando “asesino” al torero cuando éste se dirige a arriesgar valientemente la vida, ya sea que enajenados por su fanatismo acosan a la Guardia Urbana a la puerta del Ayuntamiento de Barcelona, arrojan verjas contra la puerta y reclaman justicia porque un guardia ha matado a tiros al perro de un vagabundo que le mordió. Que es exactamente lo que hay que hacer con los perros que muerden a los seres humanos. De hecho, si el perro es hoy un animal doméstico y un buen “amigo del hombre” es precisamente porque a lo largo de los siglos mediante una rigurosa selección animal --es decir: eliminando a los individuos hostiles y facilitando la procreación de los sumisos-- se les ha hecho evolucionar hacia esa estupenda mansedumbre y devoción actual que los hace tan queridos por sus dueños, tan buena compañía para los niños y los solitarios, y camaradas tan útiles para los pastores y los cazadores.
Siempre he pensado que los animales, sean salvajes o domésticos, merecen un poco más de respeto y que el maltrato al que los sometemos es una vergüenza que nos degrada como especie y una tragedia ecológica cuyas consecuencias pagaremos más pronto que tarde. Pero que la piedad por los animales se convierta en ideología y en plataforma política es un síntoma de la miseria moral y la estupidez nuclear de nuestra sociedad.
Un ejemplo lacerante: el mismo día en que los animalistas se rasgaban las vestiduras por la muerte de la perra mordedora, el mismo día en que airadamente exigían “justicia para Sota”… ante nuestras costas morían once hombres africanos, ahogados en el naufragio de una patera. Pero no eran estos once muertos, ni la miseria de la que trataban de escapar, ni los sufrimientos que habían arrostrados antes de perecer ante nuestras playas, lo que conmovió a nuestros animalistas. Esas once muertes no les arrancaron un alarido de indignación. No les movieron a organizarse políticamente para que algo semejante no vuelva a ocurrir. Esto no les importa una mierda. Lo que les desgarra el corazoncito es la muerte de la perra Sota.
Esta indiferencia nuestra ante los inmigrantes muertos en el empeño de llegar hasta nosotros, que nos retrata como monstruos de indiferencia y egoísmo, hace caer sobre los animalistas, además, la sospecha de una hipocresía lacerante y de una decadencia propia de las postrimerías del imperio romano. Se diría que la solidaridad, la “humanidad”, la compasión, la fraternidad con los animales de las que alardean los animalistas de hoy cuando se muestran tan conmovidos e indignados por la muerte de Sota, no es sino otro lujo burgués que se conceden esos filisteos, y con una autoindulgencia kitsch chirriante.
Con todo el respeto hacia los animalistas, y sin ánimo de ofender a nadie, yo creo que su santo patrón debería ser el emperador Calígula, un psicópata asesino que, como sabemos, hizo nombrar senador a su caballo Incitato… En cuanto a la actitud de la alcaldesa, que en vez de arropar al guardia mordido por la perra y felicitarle por su rápida y contundente respuesta anuncia una profunda investigación sobre el incidente, no merece más comentario que decir que no nos extraña en absoluto: está en su línea.