Ya sabe el lector que soy persona más bien de bares, así que el pasado viernes, durante los incidentes callejeros a cuenta de los CDR, coincidí precisamente en la barra de uno de ellos con el alcalde independentista de un pueblo de l'Empordà y uno de sus concejales de confianza. Le reconocí porque años atrás estuvimos trabajando en la misma empresa, hasta que a él lo despidieron porque el dinero que debía destinar a conseguir clientes en Sudamérica había sido destinado a su propio bolsillo, o mejor dicho al bolsillo de toda prostituta, traficante o dueño de taberna del cono sur que se hubiera cruzado en su camino. Una perla, el tipo. De ahí que haya hecho carrera en política, tampoco mucha, puesto que dirige un ayuntamiento diminuto, aunque lo suficiente para creerse alguien.
Así, apoyados en la barra --me pareció que estaba descansando de la mañana ajetreada que traía y me pareció que traía también ya algún alcohol en el cuerpo-- me estuvo hablando de la carretera que habían cortado en el pueblo con sus tractores y de otras gestas heroicas, como haber abollado a puntapiés un coche por creer --después supieron que erróneamente, pero qué importa eso-- que los que iban en su interior eran policías de incógnito. En esas estábamos cuando, antes de salir a la calle para continuar su peculiar revolución, él y su concejal preguntaron a la camarera si tenía garrafas de 4 litros vacías. "Esos quieren fabricar cócteles molotov tamaño familiar", barrunté. Como fuera que la chica consiguió un par de garrafas que habían contenido leche, de 4 o 5 litros de capacidad cada una, a las que ellos dieron su aprobación, me dije que allá empezaba la guerra. Pues no. Le pidieron a la joven que se las llenara de cerveza, cosa que hizo al instante. Cogieron las garrafas llenas del espumoso líquido, pagaron y se marcharon, cada uno con su provisión de cerveza a cuestas, no sin antes despedirse de mí guiñándome el ojo y con un alegre "ahora ya estamos preparados".
Y es que hay revoluciones que sólo pueden llevarse a cabo hartos de alcohol. Cuando más tarde, ya en casa, veía por televisión las imágenes de unos cuantos niñatos recibiendo palos de la policía, niñatos que en toda su vida han pasado privaciones y que gozan de más libertad de la que han gozado todas las generaciones anteriores de su familia hasta remontarnos a Adán y Eva, comprendí que llevaban todos una borrachera de campeonato. Probablemente cada uno de aquellos autodenominados CDR se había metido entre pecho y espalda una garrafa de 5 litros de cerveza que antes había contenido leche (apunto este detalle por si la mezcla de ambos líquidos produce efectos aún más perniciosos en la mente). ¿A santo de qué, si no, querrían hacerse partir la cara por un gobierno que les engañó, por un proceso que estaba acabado antes de nacer o por un consejo de ministros que se iba a celebrar igual? Sólo el alcohol --o deficiencias mentales congénitas, que algún caso habrá también-- les podía privar de ver que mientras ellos jugaban a la revolución, el resto del país se dedicaba a sus quehaceres diarios con la misma tranquilidad que otro viernes cualquiera.
La revolución de las sonrisas es en realidad la revolución de las cogorzas. Eso lo explica todo. Yo me preguntaba por qué razón, para protestar contra no sé que agravios y opresiones españolas contra Cataluña, esa tropa se dedica a cabrear, molestar y putear precisamente a los catalanes. Puesto que ya me contarán qué le importa a un madrileño que el viernes pasado no se pudiera circular entre Verges y L’Escala por estar la carretera cortada, o que hubiera una barricada en la autopista AP-7 a la altura de Gerona. Me lo preguntaba y no hallaba la respuesta. Ahora ya lo sé: porque van completamente borrachos.