Lucrecia de León, la soñadora
Modelo atípico de profetisa laica, más bien hedonista, sin vocación de santa, con enorme proyección social, su gran estigma fue su perfil político contra Felipe II
16 diciembre, 2018 00:00"Lucrecia de León, natural de la Villa de Madrid, fue presa por haber sido inducida y testificada de haber dicho que desde que fue pequeña de poca edad, comenzó a soñar y tuvo muchos sueños en los cuales decía que se le aparecía la Santísima Trinidad, Dios, Moisés, Elías, Vírgenes, San Juan Bautista, San Pedro Apóstol y que estando durmiendo le llevaron a diversos lugares de la tierra y mar... y le mostraban varias visiones de guerra y paz, de placer y espanto, cosas adversas y prósperas, y que había de haber un papa español".
Este texto forma parte del último proceso inquisitorial a Lucrecia de León. Esta mujer había nacido en Madrid en 1567, de familia media con expectativas políticas. El padre era procurador de tribunales. La educó su madre en el marco de una religiosidad popular intensa. No sabía leer ni escribir. A los 17 años se empleó como criada de la noble Ana de Mendoza, institutriz del rey, por lo que tuvo ocasión de tratar superficialmente a la familia real. Muy pronto Lucrecia se dedicó a explicar sus sueños, promovida por su madre, en contraste con su padre, que la castigaba por su desbordante imaginario. Bella, débil, delicada, acabó convirtiendo sus sueños en una auténtica carrera profética. Como vidente contó con el apoyo del canónigo Alonso de Mendoza, que se convirtió en el exégeta de sus ensoñaciones, conjuntamente con su confesor fray Luis de Allende. Lucrecia conoció a Diego de Víctores, un secretario de la administración real en 1589 y ambos se prometieron en matrimonio sin llegar a casarse aunque ella quedó embarazada.
Las décadas de 1580 a 1590 fueron muy duras para la Corona, especialmente por las peripecias de la anexión de Portugal y el fracaso de la Armada Invencible. Las predicciones de Lucrecia fueron siempre fatalistas y de tono apocalíptico. No eran sueños solitarios, contemplativos o arrobos delirantes como los de tantas monjas de aquel momento histórico. Eran predicciones en las que se jugaba con hombres y personajes reales, en base a experiencias si no vividas, sí posibles. Lucrecia se convirtió en el eje de un conjunto de personajes que transcribía su mundo onírico a su manera. A los citados Mendoza y Allende, hay que añadir a Martín de Ayala, que era el intérprete de lo que cada espasmo imaginativo podía significar y a Miguel de Piedrola, un exsoldado que se convirtió en el agente publicitario de los sueños por toda Castilla, convenciendo a los más escépticos (incluso, al cauteloso fray Luis de León) de la legitimidad y credibilidad de la soñadora. Los miembros de esta red tejida en torno a Lucrecia acabaron enfrentados entre sí, denunciándose unos a otros a la Inquisición sobre todo por el giro que tomaron las profecías en torno a la supuestamente inminente "pérdida de España", con la amenaza morisca y turca, y a la obsesión contra el rey Felipe II, al que llegó a acusarse de la muerte de sus cuatro esposas, de su hijo y del fracaso político de la monarquía. El tema cambió de dimensión. La palabra sedición apareció por los peligros de revuelta popular. Hasta Piedrola fue acusado de tener expectativas de sustituir al rey.
Los procesos contra Lucrecia empezaron en febrero de 1588. Inicialmente fue despachada con la reclusión a un convento partiendo del supuesto de su inocencia. Pero el milenarismo madrileño siguió creciendo, violando ella los términos de su libertad y moviéndose entre los círculos aristocráticos disconformes con el rey. La fuga del secretario Antonio Pérez creó una crisis política, una de cuyas víctimas fue Lucrecia. Fue de nuevo detenida por la Inquisición de Toledo y echó la culpa a sus supuestos asesores porque la habían engañado. El problema se agravó porque Allende y Mendoza se enfrentaron abiertamente a los inquisidores. Se puso en evidencia que el tribunal de Toledo le había concedido a Lucrecia trato privilegiado. La Suprema suspendió a los inquisidores que habían tenido reuniones secretas con Lucrecia, además de perfil sexual cuando menos sospechoso. La presión sobre Lucrecia se hizo asfixiante después de haber tenido a su hija sin estar casada. Fue sometida a tormento. La acusación principal giró entonces en torno a las infamias al rey. Después de cuatro años, se la condenó en 1595 a penas relativamente suaves de cien azotes, dos años de reclusión y destierro de Madrid toda la vida por las acusaciones de blasfemia, sedición, sacrilegio y pacto con el diablo.
Lucrecia de León, en definitiva, fue un modelo atípico de profetisa laica, más bien hedonista, sin vocación de santa, con enorme proyección social. Su gran estigma fue su perfil político, que la llevó a convertirse en portavoz de la agitación sociopolítica de los últimos años del reinado de Felipe II. Madre soltera, con la hija tenida estando encarcelada, suscitó fascinación entre los hombres. El Inquisidor Lope de Mendoza le decía: "Qué hermosa estáis y que un muerto le podría empeñar". Sus conocimientos sobre el erotismo están probados con el uso de consoladores y otros recursos. Todas sus capacidades de seducción sexual podían disculparse, aún con el misógino discurso eclesiástico, pero su audacia al explicitar a través de sus sueños las ansiedades políticas de la sociedad española de fines del siglo XVI, no podían bajo ningún concepto encontrar justificación. Nada sabemos de los años finales de su vida, tras la última sentencia inquisitorial, ni cuando ni cómo murió.