Fue en una muy larga y distendida charla telefónica con un viejo y querido amigo y veterano colega, con quien desde siempre suelo tener casi tantas discrepancias como concordancias ideológicas, políticas, artísticas, culturales e incluso gastronómicas. Conocidos desde hace ya más de medio siglo, ambos fuimos, somos y seguiremos siendo catalanistas de la vieja escuela, aquella que se forjó en la lucha lingüística, cultural, y de alguna manera prepolítica, desde el conjunto de la catalanidad democrática, contra la dictadura franquista. Una catalanidad democrática que, por encima o por debajo de las lógicas diferencias ideológicas y políticas, incluso de las naturales distancias estratégicas y tácticas, supo construir unas sólidas bases y complicidades que permitieron que Cataluña fuera el gran laboratorio político de los movimientos democráticos unitarios que lideraron la fase final de la transición política, aquel gran cambio histórico que supuso para todos, tanto en la misma Cataluña como en el conjunto de las Españas, lograr acabar con una dictadura fascista impuesta a sangre y fuego durante cuarenta largos años para acceder a nuestro actual Estado democrático y social de derecho.
El nuestro fue, es y seguirá siendo aquel catalanismo democrático y liberal, integrador y plural, respetuoso con todos e intolerante únicamente con los intolerantes. Un catalanismo basado en el consenso social, no nacionalista y al mismo tiempo capaz de asumir y respetar cualquier decisión democrática y legal que el conjunto de la ciudadanía de Cataluña pueda adoptar sobre su futuro colectivo.
Mi viejo y querido amigo y colega, siempre bastante más escéptico que yo y en cualquier caso con un fino sentido del humor y de la ironía que siempre le ha diferenciado de mí, sigue sin vislumbrar la simple posibilidad de una salida al conflicto existente en Cataluña desde que el independentismo pasó a apoderarse casi por completo del catalanismo, planteando un desafío político e institucional de enorme calado. Ambos coincidimos en que se ha llegado ya demasiado lejos, tanto de un lado como desde el otro, que la situación parece difícilmente reconducible, como mínimo a corto e incluso a medio plazo, sobre todo por lo que respecta a la fractura convivencial que se ha producido, en primer lugar, en el interior de la misma Cataluña, pero también en la relación entre la sociedad catalana y la del conjunto de las Españas. No obstante, ambos coincidimos también en que parece que desde hace poco tiempo algo se mueve, que parece que se detectan algunos movimientos, sin duda por ahora todavía muy tímidos e incipientes, casi miedosos o como mínimo cautelosos, que apuntan hacia una mínima distensión, esto es hacia una posible recuperación de la vía del diálogo. Una vía por ahora todavía inexplorada, algo así como una dimensión desconocida de este conflicto, pero que unos y otros saben perfectamente que es el único camino a recorrer si de verdad se desea llegar a algún tipo de pacto o acuerdo, a alguna forma de transacción que dé respuesta al conflicto existente.
En nuestra larga charla telefónica, trufada como casi siempre de comentarios sobre nuestros correspondientes achaques físicos y mentales, propios o impropios de nuestras respectivas edades, en ambos casos ya avanzadas, coincidimos sobre todo en una constatación: la de las recientes y en no pocas ocasiones bastante inesperadas conversiones hacia la vía del diálogo por parte de algunos dirigentes nacionalistas que hasta anteayer, como quien dice, defendían a capa y a espada la unilateralidad como única vía posible para los partidarios de la independencia de Cataluña.
“¿Por qué han esperado tanto tiempo en reconocer algo tan obvio?”, nos preguntábamos mi viejo y querido amigo y colega y yo. “¿Acaso no lo sabían? ¿De verdad creían que su unilateralismo era una opción política plausible? Y si ya sabían que aquella era una apuesta condenada de antemano al fracaso, ¿por qué han seguido con ella hasta ahora, durante seis largos años, con tanto tiempo y tantos esfuerzos perdidos?”.
Como nos ocurre en no pocas ocasiones desde hace tantos años, mi amigo y yo terminamos nuestra larga conversación telefónica citándonos mutuamente para un encuentro, preferentemente con mesa, mantel, buena comida y buen vino. Yo me quedé con una vieja frase, mucho más vieja incluso que mi amigo y yo: “Mejor tarde que nunca”.