Isabel Ferrer, que adoptó el apellido Roser al casarse, pertenecía a una familia de comerciantes barceloneses de gran patrimonio. Su padre fue ciutadà honrat. Isabel se casó con el comerciante Pere Joan Roser, también de gran poder económico. Conoció a Ignacio de Loyola hacia 1522 ó 1523 en la iglesia de Santa María del Mar de Barcelona. En esta ciudad se formó un grupo pro erasmista que al mismo tiempo fue simpatizante de Ignacio de Loyola, un Ignacio con diversos problemas en su estancia en Manresa.
El que sería fundador de la Compañía de Jesús gozó en Barcelona del apoyo del arzobispo Pere Folch de Cardona, del humanista Miquel Mai, de la familia Puyol-Pasqual. Isabel Roser fue la gran protectora de Ignacio en este contexto. Propició su formación en este núcleo humanista de signo erasmista, defensor de la religiosidad interior. El aprovechamiento intelectual de Ignacio es más que dudoso. Acabaría yéndose a Alcalá en 1526 y desde ahí a París en una especie de constante fuga hacia adelante de sí mismo, quizás abrumado por los debates intelectuales en aquel tiempo en el que, sin duda, la revolución religiosa le había llegado tarde y poco preparado para asumirla. Para sus mecenas barceloneses, él era un extraño homo novus que presuntamente podría llevar a la práctica los sueños iluminados e iluministas de los círculos intelectuales del momento. Pese a que la vida de Ignacio dio un giro notable en sus estancias de Alcalá y París, no dejó de mantener relación con algunas personas que lo apoyaron en Barcelona, en especial Inés Puyol e Isabel Roser. Esta última le enviaba dinero y, según muestra la correspondencia con el futuro jesuita, tuvo que soportar habladurías respecto a su moralidad.
El marido de Isabel se quedó ciego y moriría en 1541. Ignacio le escribía a ella en 1533: "Más razón tenemos de quejarnos de nuestra misma sensualidad y carne y en no estar nosotros tan amortiguados, ni tan muertos en las cosas mundanas, como deberíamos, que no de los que nos afrentan". La capacidad de seducción de Ignacio con las mujeres es un hecho incuestionable que hay que atribuir al carisma singular del personaje. La relación epistolar con Isabel Roser alcanza elevados grados de intimidad, sorprendentes en una mujer casada que, además, no veía directamente a su corresponsal desde 1528. En 1540 Ignacio fundó la Compañía. Un año después, Isabel Roser se quedó viuda. Ella, a través del testamento de su marido quedó con un enorme patrimonio. En abril de 1543, Isabel Roser marchaba conjuntamente con otras dos mujeres (Isabel Llosa y Francisca Cruilles) a Roma. No había querido vincularse a las Jerónimas, tal como se le había sugerido. Sólo quería ser jesuita.
Una vez en Roma, Isabel siguió aportando enormes donaciones económicas a la incipiente Compañía de Jesús al mismo tiempo que se dedicaba a labores asistenciales con mujeres de mala vida (entonces había más de 6.000 prostitutas en Roma). Ignacio reconoció en 1533 a Isabel que "os debo más que a cuantas personas en esta vida conozco". Isabel buscó el apoyo de Paulo III y de sus amigos en la curia de Roma, como Joan Cordelles, para ser aceptada en la Compañía con los votos de pobreza, castidad y obediencia, lo que Ignacio admitió sin entusiasmo. El 25 de diciembre de 1545, profesó como jesuitesa al lado de Francisca Cruilles y Lucrecia Bradine (esta conocida como la beata Capuchina). El rechazo de los jesuitas a la admisión de las mujeres fue notable, lo que reflejan el portugués Bartolomé Ferrón o el mallorquín Gerónimo Nadal que eran reticentes al "fervor de las flacas mugeres" porque "causaban muchas molestias". La llegada de los sobrinos de Isabel a Roma acabó de complicar la situación. Contra Isabel se posicionó radicalmente Leonor Ossorio, la esposa del embajador Juan de Vega. El 30 de septiembre de 1546 tuvieron un encuentro enormemente conflictivo Ignacio e Isabel en casa de Leonor Ossorio. Al día siguiente, Ignacio literalmente echó a Isabel de la Compañía, tan solo unos meses después de su adscripción. La masculinización quedaba institucionalizada.
Roser abandonó su residencia de Santa Marta, se alojó en casa de un mercader amigo y marchó de Roma en mayo de 1547. Se le obligó a declarar ante notario que "nunca ha dado dinero ni ropa a los padres de la compañía por subordinación a ellos, y si algo ha dado ha sido por amor de Dios y de mi libre voluntad". Isabel escribió cartas a Ignacio en términos de extrema humildad y pidiendo perdón. En enero de 1549 entró en el convento de Santa María de Jerusalén en Barcelona. Ignacio nunca contestó a sus cartas, pese a que ella le siguió considerando su guía espiritual. Isabel murió el 8 de agosto 1554.