¿Cómo ha sido posible que un millón largo de catalanes --el núcleo duro de los dos millones de votantes-- hayan abrazado la absurda idea de la secesión de Cataluña en la España democrática, la Europa de la unión política y el mundo de la interdependencia y la globalización? Disponemos ya de estudios rigurosos sobre múltiples aspectos del puzle del procés. Uno de los mejores es sin duda el trabajo colectivo y pluridisciplinar plasmado en “Anatomía del procés” (Editorial Debate, septiembre 2018). Y no obstante, siempre se puede añadir alguna nota más en la disección de un movimiento de masas tan amplio y disruptivo, en el que quiebra la razón y dominan las emociones.
Durante años, los catalanes asistimos pasivamente a una campaña subrepticia de seducción, entendida ésta como la acción de “engañar con arte y maña”, de “persuadir suavemente para algo malo”, pero también de “embargar o cautivar el ánimo” con una ilusión.
En el período de las reconstrucciones --de la catalanidad y en paralelo de un resentimiento colectivo inducido-- el gran maestro indiscutible de la seducción fue Jordi Pujol. Su fer país (Hacer país) resultó imbatible. En la etapa del procés, nadie como Oriol Junqueras ha sabido seducir tanto y tan bien, por su aparente bonhomía, su desparpajo tejiendo mentiras (los 16.000 millones de déficit anual, el derecho inapelable a la autodeterminación del pueblo de Cataluña…) y su habilidad en la creación de emociones que estructuraban una comunidad de creyentes. Ho diu l’Oriol (Lo dice Oriol) ha sido con frecuencia el refugio de gentes a las que escapaba la comprensión de la complejidad, una suerte de crédula aceptación de cualquier falacia que dictara el líder.
Junqueras, que en su vida pública no se ha sentido nunca constreñido por una exigencia intelectual, vendió la independencia de Cataluña a la pata llana como algo “bueno, bonito y barato”, “todo normal”, “todos amigos”, “la revolución de las sonrisas”. Seducción en estado puro. Supo despertar auténticos afectos entre la multitud de creyentes. En contraste, Torra no sería un seductor, aunque se propusiera serlo; un iluminado no seduce, inquieta, todo lo más alcanza a ser patético.
Pero el encanto se rompió el 1-0 al chocar física y espiritualmente con la hosca y dura realidad. Ninguno de los edulcorantes de la seducción llegó a funcionar. Y el desencanto se aceleró sin freno con la fallida declaración de independencia del 27 de octubre.
La seducción ha fracasado sin paliativos. De la promesa del “hombre nuevo” y de la construcción de “una sociedad libre y sin mácula” a tener que dedicar todas las energías a movilizarse para pedir la liberación de los dirigentes encarcelados y la recuperación de las plumas del autogobierno perdidas en la aventura.
Junqueras ha cambiado de tercio estratégico. Hay que ampliar la base social del independentismo, dice ahora. Pero, ¿cómo lo conseguirá, agotada aquella seducción que tantos réditos le dio? El fin de la seducción enmarca los límites de la base social del independentismo. Sólo cuenta ya con los efectos movilizadores de posibles errores de los poderes del Estado.