Una judicialización excesiva como respuesta del Estado al procés ha venido siendo una de las quejas más constantes del secesionismo desde, pongamos por caso, la sentencia del Tribunal Constitucional sobre un estatuto que nadie quería y que, incluso sentenciado, no impidió que CiU aceptase el apoyo parlamentario del PP.
Convertir las sentencias judiciales en mantras ha sido uno de los métodos de la secesión y era más que previsible que lo fueran las sentencias sobre la consulta ilegal de hace un año. Lo cierto es que todavía no hay sentencia pero hasta ahora la discrepancia entre fiscalía y Abogacía del Estado no ha alzado en armas a la Cataluña que quiere desconectar con España. Son síntomas de una fatiga a la que el activismo independentista no parece capaz de reinyectar complejos vitamínicos. Ha sido un Halloween bastante mustio.
Un Artur Mas desconocedor de las esencias del separatismo como elemento turbador en la historia política de Cataluña había acabado siendo --y todavía intenta salir en la foto-- más independentista que nadie: sus recortes sociales, no totalmente desacertados, impulsaron una ola de protestas con cresta de espuma independentista y ahí plantó su tabla de surfeo un presidente de la Generalitat cuya capacidad política puede ser puesta en duda incluso desde que diera el disparo de salida al procés. En fin, quien inició el procés acabó siendo arrollado por su propia criatura.
Por supuesto, habrá distintas interpretaciones del concepto de rebelión, pero eso no da para una estrategia que no sea un reduccionismo victimista. Ahí está el gran bucle depresivo de la actual Cataluña independentista: irse cerrando puertas y ventanas pensando que así se elude la legitimidad de un Estado cuya solidez ha sido una de las sorpresas mayores para un independentismo cuyos fundamentos responden más a la época del cantonalismo y los alzamientos decimonónicos que al siglo XXI. El independentismo retrotrae, manipula y agota. Los lazos amarillos van languideciendo por barrios, a la antigua Convergència, Puigdemont quiere sustraerle el carburador, mientras que ERC busca el “sorpasso” camaleónico que le proporcione el antiguo voto pujolista.
Ahora, del mismo modo que la sentencia del estatuto fue poco leída por el independentismo emergente, la movilización contra la sentencia del 1-O es de escasa convicción. Ha concentrado su capacidad de fuego sin calcular la munición necesaria. Ha seguido creyendo que es más efectivo encrespar que dar argumentos. En definitiva, eso viene siendo el procés. Así se explica el hartazgo de gran parte de la sociedad catalana. Desaparecen de los balcones las banderas estrelladas, los lazos amarillos se marchitan, la Cataluña urbana quiere más turismo de calidad y menos manteros. Al mismo tiempo, en centenares de pequeñas poblaciones municipalmente radicalizadas que quieren sentirse desconectadas de España, la espiral del silencio está perdiendo capacidad de presión, como ocurre en los batzokis universitarios. No queda otra opción que mirar TV3 para seguir creyendo que el procés sigue imparable como el Séptimo de Caballería.