Hace casi dos décadas, Juan Ramón Lodares publicó un libro magnífico y provocador: El paraíso políglota. En él demostraba que la difusión de la lengua española no era un cuento de leyes que la impusieron prohibiendo a otras. Es cierto, por ejemplo, que las leyes de Carlos III en las que se obligaba a aprender el español sólo afectó a poco más del 0,3% de la población. En este ensayo también dedicó brillantes páginas al mito de la Cataluña surgida de Babel, con la lengua pròpia como signo de pureza identitaria, y se preguntó si los procesos de “normalización lingüística” no eran sino “simples usos del poder político para controlar la gente”.

En 2002, Lodares publicó Lengua y patria, un ensayo breve pero igual de incisivo, en el que negaba que una lengua pudiera considerarse propia de un territorio. Afirmaba que en España los nacionalismos lingüísticos se enmarcaban dentro del tradicionalismo católico hispánico “donde el idioma es tributo sagrado, trasunto de la raza y fundamento de la nación”. Negaba que en España hubiera “una lengua nacional”, ni siquiera una lengua propia, en todo caso “una lengua mayoritaria, común, de la que participan todos”, y que es internacional. Y concluía que los españoles “aunque podamos entendernos en una misma lengua, admitimos no sólo que el nuestro es un país plurilingüe, sino que esta característica debe fomentarse”. Su trágica muerte en 2005, con apenas cuarenta y seis años, nos privó de uno de los lingüistas más lúcido y crítico con la estupidez y la simpleza de los nacionalistas dogmáticos.

¿Se ha hecho lo suficiente desde las instituciones del Estado para apoyar la diversidad lingüística? Rotundamente no. El anuncio de Luis García Montero de reforzar en el Instituto Cervantes actividades relacionadas con las literaturas hispánicas ha de ser bienvenido aunque sea una proposición obvia. Queda todavía mucho por hacer. Por ejemplo, ¿por qué no implementar enseñanzas específicas sobre el catalán y las literaturas catalanas en el bachillerato o en todas las universidades españolas? Es posible que ayude a formar mejores ciudadanos que otras materias de dudosa utilidad.

La pluralidad no deber ser sólo reconocida sino también practicada, eso sí en todas las comunidades autónomas. ¿Se puede seguir afirmando e imponiendo que Cataluña tiene una lengua pròpia? Esta falacia se lleva repitiendo una y otra vez desde hace algo más de un siglo. Es un argumento heredado de la teoría nacional racista sobre la unidad popular de la patria. Resulta sospechoso que el dogma trinitario de que Cataluña es una nación con una lengua, una cultura y una historia haya sido compartido por personas tan dispares como el historiador marxista Pierre Vilar o el que fuera obispo de Solsona, Antoni Deig, a los que podemos añadir todos sus seguidores, sean de izquierdas o de derechas, ateos militantes o de misa diaria.

El catalán no es pròpio de Cataluña por tres sencillas razones. No es exclusivo porque se habla en otros territorios; tampoco es único porque el castellano es también lengua catalana, en tanto es la lengua materna de algo más de la mitad de los catalanes; y no es una lengua “natural” sino consecuencia de una evolución histórica con muchos préstamos y no menos mestizajes. Sobre este aserto deben abstenerse de participar fanáticos, pero no aquellos catalanistas que deseen construir espacios comunes de diálogo y de intercambio cultural y político. Dicho de otro modo, la ausencia de pluralidad no es un defecto en el ojo ajeno sino en el propio. Al margen de la cooficialidad, las fuerzas políticas catalanistas democráticas deberían asumir de una vez por todas que en Cataluña hay dos lenguas mayoritarias que invalidan la consideración del catalán como única lengua pròpia. Mientras no se practique la pluralidad y el respeto a la diversidad en la casa de uno, es mejor no exigir nada a nadie.

Lodares predijo el desastre social y cultural al que el nacionalismo nos podía llevar: “Es posible que en dos generaciones nos vamos a encontrar con gente que no sabe hablar bien ni catalán ni español, que serán semilingües”. Y añadió: “Eso no va a ser bueno para Cataluña”. Sólo le faltó añadir ni para España.

Ha sido algo más que ridículo el episodio protagonizado en TV3 por la obtusa presentadora de FAQS y una Ada Colau traductora ante el perplejo exalcalde del Medellín colombiano. Las actitudes de ambas confirman hasta qué punto ha calado la mentira del catalán como lengua pròpia, hasta qué punto no se avergüenzan de ser cómplices del movimiento soberanista, represor de libertades y derechos lingüísticos. Porque ante una Cataluña excluyente, demediada y semilingüe siempre es preferible una España inclusiva, políglota y tolerante.