La gran farsa catalanufa cumple un año de su momento más sublime --aquella declaración de independencia interruptus-- y también de su colisión frontal contra la pared, que en una democracia --aunque sea imperfecta y bastante mediocre-- como la española, siempre es la ley. O debería serlo. Los independentistas, que tienen una habilidad admirable para mudar de piel sin cambiar de tema --uno de los signos de los fanáticos, según Churchill--, lo celebran con la puesta de largo de la Crida por la República, el nuevo invento de Puigdemont, Colomines y Cía para reactivar (a su favor) la distopía soberanista. Ese paraíso imaginario en el que sólo pueden confiar los ciegos, los ingenuos o los que viven (estupendamente) del negocio de la confrontación con el vecino.
La Crida, con la que hasta ahora han marcado distancias ERC y la CUP --que desean conservar sus marcas comerciales y, por tanto, sus cuotas cuando llegue el día del reparto de la patria--, tiene todos los signos escénicos, retóricos y teatrales de un movimiento populista de inspiración fascista, aunque en lugar de camisas pardas sus actores usen el amarillo-pollo. El “movimiento” (así lo llaman sus creadores) predica el supremacismo y alimenta, por supuesto tras las pertinentes apelaciones a la libertad, el diálogo y la negociación, cierto matonismo verbal.
Profesa además, como es natural, la fe en un líder supremo --el Napoleoncito de Waterloo-- y desea alcanzar la independencia promoviendo una huelga indefinida, como ha desvelado Comín, ese cráneo privilegiado que huyó de Barcelona por miedo a aceptar las consecuencias de sus actos. Una actitud que recuerda a la Europa de los totalitarismos, cuando los instigadores de la locura se quitaban de en medio (en sentido literal y figurado) para no rendir cuentas ante nadie.
No contentos con estos nobles atributos --hablamos de gente tan valiente que prefieren que los mártires sean los demás-- la principal reivindicación del invento, presentado por el mismísimo Quim Torra, el vicario trabucaire, es la liberación incondicional e inmediata de los instigadores del prusés acusados de saltarse la ley, deteriorar la economía de Cataluña y enfrentar a la sociedad que dicen representar. Los llameantes, que es como debemos denominar a sus militantes, no aceptan al tribunal que juzgará a sus héroes y “exigen” su indulto, dando por hecho que el cumplimiento de la ley es un asunto negociable en una democracia, cuando lo único sobre lo que cabe discutir (en un parlamento) es sobre su contenido, no sobre su aplicación.
Huelga decir que esta posición es la mejor muestra de su profunda vocación democrática: los independentistas de las antorchas --de nuevo surgen aquí los fantasmas de Berlín-- no creen en la división de poderes ni en la existencia de una justicia independiente. Ellos, igual que los césares, deciden quién es catalán y quién no; quién merece ser liberado y quién debe purgar sus pecados. Por supuesto, sin discusión: la última palabra la tiene el líder supremo, que se manifiesta como un teleñeco a través de un plasma o en las gloriosas entrevistas con la subvencionada prensa afín, donde todavía le llaman “president”. Los gudaris de la República catalanufa, los mismos de siempre, prometen disolverse tras lograr su objetivo. Una promesa que, sin duda, van a cumplir dados los precedentes de sus más significados referentes, que llevan viviendo de los presupuestos (españoles) desde hace décadas.
Mientras cumplen su sueño --que es la pesadilla del resto de los catalanes-- desean que se les identifique como el partido de los presos del prusés (pepárese en la aliteración) de la misma manera que Batasuna era el instrumento político de ETA. Un hito más en la galaxia de los infinitos heterónimos independentistas, cuya multiplicación es la mejor expresión de su impotencia. Por supuesto, existen las diferencias: pese a Colomines, que parece desearlos, en Cataluña todavía no hay muertos encima de la mesa, pero no deberíamos descartarlos si se cumplen los deseos de quienes creen que una patria imaginaria --dominada por ellos-- es preferible no ya a la convivencia, sino a la vida (ajena).
Los independentistas catalanes culminan así el camino inverso de los etarras: desde las instituciones, que todavía ocupan gracias a la aritmética parlamentaria, a la cárcel o a esa vergonzante forma de fuga que llaman pomposamente exilio. Su deriva está llena de momentos cómicos, como la supresión de la monarquía parlamentaria consumada en el mitin de Manresa --un acto inédito en España, donde los republicanos, como sabemos, estamos perseguidos--, el catequético himno del cantautor con guitarrita pagado por la Generalitat para el video del 27-O, o la repetición del voto ponderado en las urnas del 1-O, pero convendría no tomárnoslos a broma. El fascismo, en cualquiera de sus manifestaciones, comienza como si fuera un chiste pero termina con la mueca (inconfundible) de la muerte y el desastre.