Susanna Pellicer, edil de Servicios Sociales del Ayuntamiento de Sant Cugat, dijo el año pasado en un programa de televisión local que esos que insisten en vivir en un sitio que no pueden permitirse --como Sant Cugat, cuya supuesta calidad de vida hay que pagarla a precio de oro--, harían mejor yéndose a Rubí, Cerdanyola o cualquier otro lugar más acorde con sus ingresos. Nadie se acordaba de tan notable muestra de cinismo --o de realismo cruel, según se mire-- hasta que la oposición rescató las imágenes y las declaraciones de la señora Pellicer para ponerla a caer de un burro.
Ciertamente, vivir en Sant Cugat no sale barato. Se supone que ofrece calidad de vida a sus habitantes, como la célebre Suburbia norteamericana, pero yo nunca la he visto por ninguna parte. Tuve hace años una novia que vivía allí y Sant Cugat siempre me pareció una mezcla de pueblo y de ciudad que no funcionaba ni como pueblo ni como ciudad. Pero a la gente le encanta. Sobre todo, a las familias con niños atraídas por las promesas de la seguridad y el jardincillo doméstico para sus retoños.
En Sant Cugat es bienvenida la gente con posibles, mientras que a los pelagatos se les sugiere que se busquen otro entorno en el que no desentone su miseria. La verdad es que a la señora Pellicer se le puede acusar de desalmada, pero no de mentirosa. Ha dicho lo que piensan casi todos los alcaldes de occidente: que no les gustan los pobres. Su error, acaso, ha sido de protocolo. Lo políticamente correcto es prometer vivienda pública que nunca se edificará, lamentar la suerte del pelagatos, denunciar la deshumanización de la sociedad y asegurar que todo el mundo debería poder vivir donde le apetece. Pero eso es lo que hacen los munícipes de izquierdas, y la señora Pellicer es del PDeCAT, así que está exenta de disimulos buenistas.
Hace años que las grandes ciudades están expulsando a los pobres y a las clases medias. Ha sucedido en Nueva York, París y Londres, sitios en los que ya solo se admiten turistas y millonarios. Madrid y Barcelona siguen ese mismo camino, pero con alcaldesas que ponen cara de que la cosa les da mucha penita. La postura de la señora Pellicer podrá ser moralmente punible, pero es de una sinceridad aplastante: el subtexto que yo interpreto de sus declaraciones de hace un año consiste en que los pobres son feos, huelen mal, molestan y deberían irse a vivir a algún sitio en el que pasen desapercibidos.
Esa es la actitud que se gastan en Nueva York, perfectamente aplicable al séptimo municipio más caro de España. Pellicer se integra en una ideología inhumana que triunfa en todo el mundo y que sostiene que los sitios chachi, o con pretensiones de serlo, no pueden albergar a según quién. Se agradece la colaboración de los pelagatos en el sector servicios, pero en cuanto acaben de barrer, servir mesas o lo que sea que hagan para sobrevivir, que se vuelvan rapidito a sus poblachos de mierda, que aquí afean el decorado.