El auge de la extrema derecha es un fenómeno mundial, especialmente consistente en el hemisferio occidental. En ella podemos incluir movimientos y personajes no homogéneos y con diferente implantación, pero con numerosos rasgos en común. De Trump a Bolsonaro. De Orban a Torra. Del Frente Nacional francés a la AFD alemana. Y también podemos añadir a Vox en España, por poner algunos ejemplos.
Las razones de este auge son diversas. Yo destacaría tres: el descontento de las clases medias con la globalización; la apuesta de la izquierda de sustituir la lucha de clases por la ideología de género y que desemboca en la lucha de ambos sexos; y la sumisión del centro derecha y el centro izquierda a lo políticamente correcto, con un discurso plano, vacío, incapaz de plantar cara a los problemas de nuestra sociedad desde la moderación, pero también desde la firmeza y las reformas.
Frente a problemas reales de los ciudadanos la clase política ha optado por sacar provecho de ellos. Han radicalizado o estigmatizado a quienes los plantean. Pero no los han abordado, ni han hecho para lo que se les elige y se les paga que es resolverlos. Se buscan rasgos identitarios para enfrentar a unos ciudadanos con otros. Y ya no solo desde la discrepancia sino también desde el odio.
En Cataluña, tenemos a personas de extrema derecha instaladas en el poder. Torra no sólo es supremacista. Sino que también desprecia el Estado de derecho, alienta los grupos de asalto, la ocupación del espacio público con signos partidistas, la propaganda en las escuelas, homenajea a fascistas declarados y quiere imponer una identidad excluyente. En España, las injustificadas acusaciones de extrema derecha dirigidas a PP o Ciudadanos han blanqueado el concepto y ahora Vox aparece como una derecha extrema de verdad.
La izquierda promueve la ideología de género. Esta en vez de promover una justa y legítima igualdad entre los sexos o amparar la libertad sexual y luchar contra la violencia hacia las mujeres se ha convertido en una discriminación a los hombres heterosexuales. Despreciando, de esta manera, la presunción de inocencia y criminalizándolos por el mero hecho de serlo. Aparece la censura, y, lo que es peor, la autocensura.
Los problemas derivados de la inmigración --los cuales se deben respetar por razones puramente humanitarias y de interés económico en sociedades envejecidas como la nuestra-- son ignorados, creando en las clases más desfavorecidas la sensación de desamparo y discriminación.
La imposición de lo políticamente correcto sin debate, favorece que la extrema derecha capitalice el descontento y el desconcierto de muchas personas. Si no hay diálogo, se impone el que alza más la voz, el que simplifica los problemas o el que apela a los bajos instintos.
El tema desborda los límites de un artículo de opinión. Da para muchas tesis, de las de verdad. Pero si no se abordan los problemas por los partidos moderados de una forma seria y concienzuda, dándoles la prioridad que se merecen, el triunfo de los radicales y populistas es inevitable. Y ello no nos llevara a una sociedad más justa, igualitaria y libre sino a todo lo contrario.