El entusiasmo por la candidatura de Manuel Valls es manifiesto entre un determinado grupo de influencers barceloneses de la nueva y de la vieja escuela. Creen haber dado con el perfil adecuado para recuperar el peso perdido con la sorprendente victoria de Ada Colau y de paso frenar las aspiración del independentismo de sumar el Ayuntamiento de Barcelona para su causa. Pudiere ser. Es una incógnita; de momento, se trata de valorar el gesto. Un ciudadano francés nacido en Horta al que solo le faltaba ser presidente de la República Francesa regresa a sus orígenes para competir por la alcaldía de la capital catalana. Suena bien para el patriotismo barcelonés, sin embargo, ¿es una simple maniobra personal de supervivencia política o una demostración de su especial querencia por el futuro de la ciudad?
¿Si el presidente Macron le hubiera reservado una silla en el consejo de ministros, habría atendido monsieur Valls la llamada de socorro de sus amigos barceloneses para recuperar Barcelona del mal gobierno de Colau? No hay que ser adivino para intuir que no. Y aun así, siendo un gobernante derrotado cargado de experiencia que busca nuevos horizontes, su decisión de abandonar París por recomenzar una carrera incierta en Barcelona, tiene su mérito, demuestra que es un formidable animal político y, como tal, de una determinación que incluso parece asustar a sus rivales.
Habrá que aceptar que Valls no deja la política francesa por la barcelonesa en un acto de devoción sin par por la ciudad que pretende gobernar; más bien la política francesa le dejó a él en la estacada del diputado náufrago, tras participar activamente con François Hollande de la debacle socialista, hasta el punto de perder las primarias en el PSF, antes de abandonarlo. No hay que confundirse ni tampoco escandalizarse; ejerce un derecho europeo y esto, en si mismo, ya es estupendo. Y su olfato político le dice que aquí, en una Barcelona desanimada, hay una ventana de oportunidad para él.
Seguramente hay un cálculo de probabilidades detrás de su opción y el hecho de que se haya inclinado por la vía barcelonesa para seguir en activo en política dice mucho a favor de Barcelona. Aunque aquí algunos ánimos desfallezcan de la capacidad de proyección internacional de la ciudad, un político como Valls, que lo ha visto todo en política, prefiere arriesgarse en unas elecciones municipales lejos de París que permanecer en la Asamblea Nacional a la espera de un muy improbable vuelco de su suerte.
Hay pues, de entrada, un reconocimiento de Barcelona como escenario privilegiado que otorga a sus gobernantes un prestigio indiscutible. Esta música le encantará a ciertos oídos, sin embargo, no sabemos todavía qué puede aportar Valls a la ciudad de la que solicita una segunda oportunidad. Tiene un programa por elaborar, una candidatura por conformar y una plataforma arropada esencialmente por Ciudadanos para gestionar. No le resultará sencillo conjugar su insinuada aspiración a transitar por el catalanismo político operando desde el regazo de un partido nacido expresamente para combatir los consensos nacionales de este catalanismo. Pero sería prematuro, e injusto, crucificarle antes de leer sus propuestas.
De la misma manera, sería provinciano entusiasmarse pensando que, por el simple hecho de haber gobernado Francia, hay que presuponerle una varita mágica para arreglar todo lo que va mal en Barcelona, sabiendo, como sabemos, que los franceses, primero los socialistas y luego los dirigentes del movimiento de Macron, no lo quisieron para ellos. Los franceses pueden estar equivocados, aunque los barceloneses, también.