Turquía eligió a principios de verano a Recep Tayyip Erdogan como el primer presidente ejecutivo del país con nuevos poderes ampliados. Pero la nueva era no ha empezado bien y varios graves acontecimientos han impactado sobre la economía que está a medio gas y que era la razón principal de su éxito en los últimos años.
Nadie puede negar el milagro económico impulsado por el presidente Erdogan, que ha logrado multiplicar por cinco el nivel de ingresos per cápita en doce años y reducir la tasa de analfabetismo, Además, Turquía es una de las 20 economías del mundo y juega un mayor papel en el escenario mundial.
Además, Turquía atrajo más de 180.000 millones de dólares de inversión extranjera en la última década. 50.000 empresas extranjeras se han instalado en su territorio y su economía ha crecido hasta los 800.000 millones de dólares al año. Ahora, Turquía es el sexto mayor socio comercial de la UE, con un volumen de comercio total de 140.000 millones de euros.
En los últimos diez años, ha crecido el número de empresas españolas establecidas en Turquía a 610 y las inversiones de España superaron los 10.000 millones de euros. El volumen del comercio bilateral alcanzó los 9.800 millones de euros.
Pero desde el intento de golpe de Estado de julio de 2016, la ola de ataques terroristas, la cuestión kurda, las tensiones con Rusia, EEUU y la UE, la guerra en Siria y la creciente erosión de las instituciones democráticas, las cosas han empeorado. De momento no afectó a las tasas de crecimiento, y de hecho la economía turca creció en un asombroso 7,4% en el primer trimestre de 2018. Pero, a pesar de la solidez de la expansión económica en los últimos años, hay dudas de que el impulso pueda mantenerse por mucho más tiempo.
El crecimiento se mantiene principalmente porque el Estado comenzó a inyectar dinero en la economía pero descuidó otras cuestiones clave como la inflación y la devaluación de la moneda, el aumento del déficit por cuenta corriente y el desempleo. La inversión extranjera directa ha caído a su nivel más bajo desde 2010, la tasa de crecimiento es la más baja desde 2008 y la recesión es una preocupación creciente.
Son muchos retos por resolver en un entorno de incertidumbre política y económica. Se avecina una desaceleración de una economía que necesita impulsar cambios estructurales. Lograr esto en medio de la tensión política interna, regional e internacional será difícil pero no imposible.
La economía es lo suficientemente fuerte para soportar tormentas y el país tiene numerosos puntos fuertes: un PIB de 800.000 millones de dólares, una población de 80 millones, una ubicación geográfica con acceso a 1.600 millones de personas en Europa, Oriente Medio y Asia Central, instituciones modernizadas y un clima de negocios abierto. Pero el crecimiento está por debajo de su potencial, lejos del 9% de los mejores años, por eso necesita crecer más del 4% para crear empleo y atraer inversores para financiar el déficit.
El presidente Erdogan es una personalidad extraordinaria e inteligente, pero su estilo ha unido en su contra todas las contradicciones tanto internas como externas. Parece querer dominar todo. Pero su proyecto de un partido de un solo hombre es muy frágil. Los últimos acontecimientos muestran esta debilidad política.
Con el nuevo mandato se teme que el control del presidente sobre la política fiscal y monetaria implique que haya más arbitrariedad en el entorno económico. Un ejemplo es el último decreto ley en el que Erdogan como presidente nombra al Erdogan ciudadano como presidente del mayor fondo soberano estatal con unos 200.000 millones de dólares. Esta tendencia podría inquietar a las empresas internacionales y afectar las esperanzas de los turcos de poder unirse algún día a la Unión Europea.
Hace dos décadas, Erdogan era el portador de un nuevo mensaje de pluralismo y poder compartido. Hoy, él mismo es el mensaje. Ya no se vota por un programa, una filosofía o incluso una nueva élite gobernante: se vota por Erdogan.
Hace cuatro años, Turquía parecía haberse convertido en un modelo de apertura económico que enfatizaba la empresa privada y un sector público solido que respetaba las normas y prácticas internacionales, especialmente en lo que respecta a la transparencia y el Estado de derecho. Hoy, sin embargo, la economía turca parece ser propensa a las tentaciones intervencionistas y las prácticas corruptas.
El presidente debe encontrar un equilibrio, hay muchos frentes abiertos, y el futuro de Turquía depende de su respuesta ante los desafíos tanto internos como externos. Si la inestabilidad persiste puede desestabilizar al país, dañar su crecimiento y afectar a Europa.