La eternidad de un instante es el presidente del Gobierno anunciando que digitaliza su tesis doctoral para solaz de españoles; casi se oye el silencio denso de los que sienten un hormigueo en los pies. Alguien les retuerce el pescuezo a los suyos en consejos de redacción de periódicos con solera o que la buscan, a golpe de scoop. Es el gambito de Sánchez a Casado mediando la renuncia de la ex ministra de Sanidad: yo te ofrezco un peón (Montón) a cambio de apuntar a tu reina (Casado). Ha sido una mediación indolora, vaselina mediando, ante el suplicatorio de la magistrada Rodríguez-Medel, que conduce al presidente del PP ante la sala de asignaciones del Supremo.
Montón, muy digna, le pasa la cartera a María Luisa Carcedo ("Carmen, has elevado el umbral de responsabilidad ante los ciudadanos", le dice la entrante a la cesante) y abandona dibujando en su rostro la pantomima del chivo. La exministra lo tenía perdido antes de empezar; sabe que el conocimiento no importa tanto como el diploma enmarcado en la pared de su despacho. Otro fracaso sonoro para el Instituto de Derecho de la URJC. Montón ha dado con una de las costumbres inveteradas (aprobar sin estudiar) de ciertas élites, más hidalgas que meritorias, con un paladar digno de Chateaubriand, aquel par de Francia y acendrado monárquico.
La exministra lleva desde los 16 años vestida de socialista; ha pasado por cargos, carguitos y cargazos, aun a costa de dilatar su licencia de medicina (la obtuvo a los 34 años). Lleva con garbo los deberes y derechos del Estado de bienestar, pero no aplica la justicia distributiva a todos por igual, si se observa la precarización de su entorno. En su etapa de consejera de Sanidad de Valencia, en el gabinete de Ximo Puig, restituyó el clientelismo, después de los años negros del PP. Devolvió al sector público el emblemático Hospital de la Ribera, el famoso modelo Alzira, nutriéndolo de gestores amigos, alternados con centenares de empleos temporales y con un ejército industrial de de precarizados. Sin remedio por su inclinación hacia la gangrena sociata, Montón acabó incendiando la política con un reguero nepotista de nombramientos de amigos y familiares, y hasta colocó a su marido, el economista Alberto Hernández, en la gerencia non nata de Egevasa, causa de un escándalo mayúsculo. Ella mostró que, en la España levantina, el socialismo es una buena agencia de colocación, aunque no llega al brillo de la boutique financiera del PP, en tiempos de Zaplana, Camps y Juan Cotino. Más recientemente, como diputada en el Congreso, destacó en la lucha contra la violencia de género y en su apoyo la Ley de Igualdad de Trato, torpedeada desde el banco azul por Soraya y sus controllers, Ayllón y los hermanos Nadal.
Finalmente, sus 100 días en el cargo de ministra han sido más prometedores para los demás que prósperos para su entorno. Lanzó el Decreto de recuperación del derecho universal a la asistencia sanitaria, recortada por un Gobierno de Rajoy, en 2012, un bombazo si tenemos en cuenta los miles de inmigrados en riesgo de exclusión, que colonizan nuestras calles. Un gesto digno del llorado Ernest Lluch, artífice de la entrada en 1983 de cinco millones de españoles en el censo de la SS.
La sanidad pública está tocada en el flanco catalán tras años de desgobierno y abusos soberanistas. Somos la cola en esperas quirúrgicas (173 días) y en visitas al especialista (128). Y frente a estos déficits, el Govern mira hacia otro lado; distrae a la gente con un ridículo presentismo respecto al pasado del hierro, cuando la dictadura está ampliamente superada y la revisitación del fascismo está descartada por parte de todos (¿a excepción de Vox?). En Cataluña, la regeneración democrática se ha malbaratado a golpe de unilateralidad exprés, pero gracias a Montón, nuestra sanidad pública resistirá todavía un tiempito antes de implosionar.
Ante la medicina hospitalaria, todos somos iguales. Y la misantropía diagnosticada y creciente no borrará la negación sistemática de los derechos de los catalanes no indepes, que configuran uno de los momentos más tristes de nuestra historia. El independentismo lo sabe y por eso ha intentado borrar los días 6 y 7 de septiembre de 2017, para implantarnos en su lugar un recuerdo metafísico con la Ley de Memoria, anunciada por Elsa Artadi. ¡Mucho miedo!
El Europa, nadie recata su desaprobación ante el procés y la misma Fundación Luther King en EEUU le deniega a Torra la utilización de su nombre como envoltura de los Derechos Civiles para diseminar supremacismo. La UE abre el procedimiento del artículo 7 del Tratado contra Hungría por amenazar a los valores democráticos, con el apoyo mayoritario de los conservadores en la Eurocámara, "pinzados entre los valores europeos y el abismo ultra", destaca en su análisis Lluís Bassets. El grueso del PP europeo lo suscribe, menos una parte de la sección española del partido de Casado, muy ducho en la práctica de la abstención. Tal vez no lleguemos todos al diván del loquero, pero el carácter dual de unos cuantos ya es prisionero de las redes indepes.
Montón ha tomado parte en el quid pro quo doctrinada por Adriana Lastra y Cristina Narbona, dos mujeres de empeine alto. Su renuncia en clave de gambito es una jugada digna de Luzhin, aquel ajedrecista de Nabokov en La Defensa, un genio que se mostraba como un tullido intelectual fuera del tablero. Todo, con un espectador atento de los que recitan las jugadas con la terminología exacta: Albert Rivera. Su pulla en el hemiciclo al presidente, doctorado en la Universidad Camilo José Cela, es de manual. En aquella eternidad comprimida, Sánchez digitaliza sus tesis y hunde a Casado en lodazal jurídico del suplicatorio y las togas.