Thomas Mann, desde su exilio norteamericano en los años cuarenta, afirmaba que a pesar de la derrota de Hitler en los campos de batalla, el fascismo resurgiría en otros lugares y momentos, incluso en Estados Unidos, y que lo haría de manera engañosa "en nombre de la libertad". Después de la Segunda Guerra Mundial y del horror del Holocausto, el fascismo reaparecería con algunas formas renovadas y un lenguaje lozano. Consideraba la pulsión totalitaria como una enfermedad endémica presente en todas las sociedades, a la espera de que se produzcan las condiciones adecuadas para aflorar y convertirse en epidémica.
De hecho, creía Mann y se ha demostrado plenamente, que no se puede reducir el fascismo a una anomalía histórica que se produjo en la Europa de los años treinta. Los seres humanos somos tan racionales como irracionales, y el fascismo es el cultivo político de nuestros peores sentimientos irracionales: el resentimiento, la xenofobia, el odio, el deseo de poder y el miedo. A todo ello cabría añadir el arrogante cultivo de la ignorancia. Como escribió el director cinematográfico Federico Fellini: "El fascismo siempre surge de un espíritu provinciano, de una falta de conocimiento de los problemas reales y el rechazo de la gente --por pereza, prejuicio, avaricia o arrogancia-- a dar un significado más profundo a sus vidas".
A partir de la crisis económica de 2008, han confluido muy diversos malestares sociales y culturales, una gran parte de los cuales son aprovechados y estimulados por movimientos políticos que no hacen más que explotar el resentimiento e inducir la mutación de los consumidores-electores ya muy precarizados hacia diversas variantes de adscripción a lo identitario, entendido esto como un refugio en valores y distintivos que son poco más que imaginarios e ilusorios. Planteamientos políticos muy reconocibles por el uso continuo que hacen de eslóganes y retórica y, sobre todo, por la apelación a lo emocional y a la conformación de un "nosotros" frente a un "ellos".
El ensayista holandés Rob Riemen considera que, más que el fundamentalismo islámico, la mayor amenaza para nuestro mundo es la crisis inherente a la sociedad de masas: la crisis moral, la creciente trivialización y el embrutecimiento de nuestra sociedad. Caminamos a la deriva, arrastrados y empujados por nuestros propios deseos y ansiedades. Cuando el lenguaje pierde el significado, no puede existir ninguna forma de verdad y la mentira se convierte en norma. No hay una medida para nuestras acciones y todo se vuelve subjetivo. Mi yo en particular, mi ego, se convierte en la medida de todo, y entonces lo único que importa es qué siento yo, qué pienso yo. El delicado ego como centro de todas las cosas no tolera la crítica de los demás y no tolera la autocrítica. El fascismo pervive como la politización de la mentalidad del rencoroso hombre-masa. Es una forma de política empleada por los demagogos, el único móvil de los cuales es la ejecución y ampliación de su poder, para ello explotarán el resentimiento, señalarán chivos expiatorios, incitarán al odio, esconderán el vacío intelectual bajo eslóganes e insultos estridentes, y convertirán el oportunismo político en una forma de arte con su populismo. El fascismo llegó al poder en Alemania dominando totalmente la falsedad. Las palabras son separadas de su significado y reducidas a consignas. El lenguaje es la primera batalla que se pierde frente a lo totalitario.
No habría que olvidar que el totalitarismo siempre ha ganado el poder como resultado de la arrogancia, así como la cobardía y traición de las élites económicas, sociales e intelectuales. La dejadez de responsabilidades siempre está en la antesala de lo totalitario. Todo esto ha acompañado el trumpismo y los teóricos de la nueva derecha extrema, alt-right, norteamericana. Pero todo esto está en los movimientos populistas que impregnan Europa y que, en cada contexto, adoptan las formas y los colores de la cultura de cada territorio y cada sociedad en que se materializa. Que en el siglo XXI ningún fascista acepte ser llamado así y que se mantenga el cultivo de una democracia puramente formal --electoral-- no oculta el profundo retorno de lo totalitario.