Hay polémicas que me superan. Verbigracia: a nivel catalán, la de los lazos amarillos, pura libertad de expresión para unos y simple basura pasivo-agresiva para otros; a nivel español, el traslado de los restos de Franco no se sabe muy bien a dónde: me da igual si lo dejan donde está o si lo tiran a la basura, francamente; y a nivel europeo, la propuesta de dejar de aplicar los cambios de hora en invierno y en verano.
El viejo continente parece tener problemas más urgentes que los husos horarios. O eso me parece a mí: la extrema derecha va creciendo de manera preocupante --fíjense en el italiano Salvini y el húngaro Orbán, a los que solo les falta imitar a las adolescentes norteamericanas y lucir una pulserita con las siglas BFF (Best Friends Forever)--, no sabemos qué hacer con la inmigración en general y la inmigración africana en particular, lo del Brexit puede tener consecuencias desastrosas para los británicos y para los demás miembros del club, en Estados Unidos tenemos un interlocutor --por llamarlo de alguna manera-- que acaba de abandonar la agencia de ayuda a los refugiados palestinos, de la que era el principal paganini, para tener contento a su BFF particular, el infame Benjamín Netanyahu... Y con este panorama glorioso, ¿nos ponemos a discutir sobre los efectos perniciosos de los cambios horarios de invierno y verano?
Hay un refrán catalán muy adecuado para describir este tipo de situaciones: Qui no te res a fer, el gat pentina (Quien no tiene nada que hacer, se pone a peinar al gato). El problema es que la Unión Europea tiene muchas cosas que hacer y que no hace, por lo que lo del cambio de hora suena a maniobra de distracción para ganar tiempo. Y no nos ponemos de acuerdo ni para semejante tontería. Mientras unos apuestan por conservar todo el año el horario invernal, otros prefieren el estival, y cada grupo ve unas ventajas enormes en su preferencia particular. Como si no hubiera ya bastantes problemas, hay que inventar nuevas perspectivas catastróficas. Y siempre se encuentra a alguien que salga por la tele a declarar en febrero que lleva sin levantar cabeza desde octubre, cuando tuvo que adelantar el reloj una hora (o retrasarlo, nunca me aclaro con este asunto). Pasa como con el jet lag: la mayoría lo superamos tras un primer día en el que vamos algo atontolinados porque hemos tenido que retrasar o adelantar el reloj seis horas (si es que vamos o venimos de Nueva York, en el caso de Los Ángeles son nueve y en el de Papeete, capital de Tahití, unas doce), pero siempre hay quien no se quita de encima el maldito jet lag durante la mayor parte de sus vacaciones.
Con el cambio de horario pasa algo parecido. Uno adelanta o retrasa el reloj cuando se lo dicen, y si no tiene un horario estricto, no duerme ni una hora menos ni una más, pues se sigue levantando cuando le apetece. Pero ahora resulta que esa hora de más o de menos genera unas desgracias humanas a las que no podemos seguir dando la espalda. Tenemos en Cataluña a un político, Fabián Mohedano, que lleva años dando la brasa con el temita. Supongo que estos días se sentirá especialmente feliz y vindicado. No creo que haya muchos más en su situación. Yo mismo, les aseguro que el tema me la pela.