No sé ustedes, pero yo estoy de Franco hasta el gorro. Acepto, a mi pesar, que haya sido el español más influyente del siglo XX, pero que lo siga siendo en el XXI me parece que es alargar las cosas un pelín. Aunque lleva más años muerto de los que pasó salvándonos a los españoles de nosotros mismos, el Caudillo sigue metido en el cerebro de cada ciudadano, tanto si lo admira como si lo detesta. Nos estamos empeñando en impedir que entre en la Historia de una maldita vez, como ha hecho todo el mundo --desde don Pelayo a Chiquito de la Calzada, pasando por Alfonso XIII y Lauren Postigo-- y parece que nos guste frecuentar la compañía de su ectoplasma. Francamente (nunca mejor dicho), cuando Franco la diñó en 1975, pensé que el personaje se iría desvaneciendo rápidamente y que los españoles, aunque no tenemos mucha costumbre, nos dispondríamos a iniciar el futuro (craso error: aquí lo que nos gusta es arrojarnos mutuamente los muertos a la cara y, sobre todo, no participar en guerras mundiales, ya que, ¿cuál es la gracia de volarle la cabeza a un tío cuyo idioma ni siquiera entiendes cuando puedes hacer lo propio con el vecino del tercero segunda, sobre todo si le debes dinero?). Pero el futuro no llega nunca. Franquistas y antifranquistas se unen para que así sea, pues España no deja de ser una versión a gran escala de Puerto Hurraco.
Evidentemente, conservar un monumento a la mayor gloria de un dictador es impresentable. Como también lo es subvencionar una fundación destinada a preservar su legado (me pregunto a qué legado se refieren: ¿habrán disecado alguno de los atunes que pescó desde el Azor? Puede que conserven sus cuadros, pero cuando un amigo artista y marxista intentó montar una exposición con ellos, lo enviaron a tomar por saco). En cuanto al Valle de los Caídos, por una vez y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con el PNV: lo mejor sería demoler semejante espanto y, tal vez, edificar una urbanización para nostálgicos del franquismo. Y es que, aunque retiren los restos de su inspirador, el Valle seguirá siendo un sitio feo --con una basílica pomposa en la que te pelas de frío en pleno agosto-- que da un mal rollo tremendo.
La prueba de que Franco nunca acaba de morirse es, precisamente, la trifulca política que se está montando con el traslado del presunto cadáver, cuando debería importarnos un rábano lo que hagan con él. Pedro Sánchez, cuya situación es más bien precaria, se lo ha tomado como una cuestión personal y como una manera de conseguir votos en esas elecciones que ya debería haber convocado. Quiere pasar a la Historia como el sociata que hizo lo que no se atrevieron a hacer ni González ni Zapatero. Que el facherío se le subleve es, incluso, un elemento muy de agradecer. Por mí, la verdad, como si tiran al Caudillo al río Manzanares con lastre en los pinreles, pero lo realmente difícil es desprogramar a los españoles para quitarles de la cabeza el Franco que llevan dentro, el amor o el odio que les inspira y les ayuda a vivir: chavales, hay que aprender a pensar en el futuro.
Puede que lo mejor fuese organizar una gira del Caudillo --a fin de cuentas, fue embalsamado, como Lenin-- por todo el país, para que nos pudiésemos despedir de él personalmente y de manera definitiva. El Estado ingresaría una pasta por la venta de las entradas y, tal vez, cuando todos los españoles se hubiesen despedido para siempre de su amado/odiado tiranuelo, podríamos empezar a vivir en el presente y mirar hacia adelante, algo que hasta ahora se nos ha dado bastante mal.