Toni Albà lo ha vuelto a hacer. Sus víctimas han sido esta vez Miquel Iceta y Lluís Rabell. El primero recibió los dardos homófobos del actor en forma de tuit. El segundo fue tachado de "hijo de puta". No es la primera vez que Toni Albà protagoniza episodios de este tipo. Actualmente está procesado por un delito de injurias y la lista de afectados por sus insultos es enorme. Tampoco es el único que lo hace. Otras figuras de TV3 suelen protagonizar polémicas en la misma línea. El resultado siempre es el mismo. Digan lo que digan, no pasa nada. Siguen formando parte de la parrilla de nuestra televisión pública sin que se les exija siquiera una rectificación.
La pregunta que pasa por mi cabeza cada vez que esto sucede es qué ocurriría si una figura de TV3 llamara “mala puta” a Carme Forcadell o deseara públicamente a Jordi Sànchez que se "atrancara en su esfínter". ¿Seguiría en antena? ¿Cómo reaccionarían los que aplauden las incontinencias verbales de Toni Albà? ¿Por qué no somos capaces de darnos cuenta de que no podemos permitir el insulto venga de donde venga?
No hace mucho fuimos testigos de cómo la cadena norteamericana ABC cancelaba la que iba a ser su serie del año porque su protagonista, Roseanne Barr, había publicado un tuit ofensivo comparando a una asesora de Obama con El planeta de los simios. Roseanne Barr había borrado el tuit casi inmediatamente y publicado otro disculpándose pero antes del mediodía, la ABC anunciaba que la afirmación de la actriz era "abominable, repugnante e incompatible con nuestros valores" y que por esta razón cancelaba la serie. A esas alturas había una avalancha de condenas a las palabras de la actriz por parte de los profesionales de la ABC, pero también de sus compañeros de profesión.
Aquí ninguna de estas cosas ha sucedido nunca. Ni TV3 ha adoptado medidas ni los agresores se han disculpado ni tampoco ha habido una reacción de los compañeros y compañeras de profesión ni de los trabajadores de la CCMA. Esto a pesar de que TV3 es una cadena pública que se financia con los impuestos de toda la ciudadanía y que debería hacer gala de unos estándares ejemplares.
Todos somos conscientes de que la controversia en torno a la politización de los medios públicos catalanes no es nueva. Son muchas las voces que denuncian constantemente la manipulación y el uso partidista que se hace de TV3 y Catalunya Ràdio para promover el proceso independentista pero también para denostar a los que se oponen. Esta discusión debería ir, sin embargo, más allá. Deberíamos debatir sobre cuáles son las conductas que estamos dispuestos a normalizar desde la televisión pública y qué esperamos de los profesionales a los que hemos encomendado la labor de informar, educar y entretener. ¿Queremos tener una televisión pública como la BBC? Si es así, ésta no lo es.
TV3 nació en 1983 con el objetivo de normalizar el uso del catalán. Tenía que ser un medio para unir a la ciudadanía, tanto aquella que tenía el catalán como primera lengua como la que necesitaba mejorar sus competencias lingüísticas. Tenía que ser una televisión en la que todo el mundo se viera reflejado, que ayudara a crear comunidad en torno a la lengua. Unos objetivos que están lejos de cumplirse si hacemos caso al Barómetro de Opinión Pública del CEO, organismo dependiente de la Generalitat. El de junio pasado revelaba que un 45% de la ciudadanía de Cataluña ve habitualmente TV3, una cifra que coincide con el número de personas que votan a partidos partidarios de la independencia. La mayoría de personas que escogen opciones no independentistas --y que coinciden en gran parte con los que tienen como primera lengua el castellano-- no la ven.
El consenso entre los operadores europeos es que el objetivo de las cadenas públicas tiene que ser representar a toda la ciudadanía sin excepción. Su misión debe ser informar en el respeto al pluralismo político pero también teniendo en cuenta la diversidad que integra la sociedad. La pluralidad y la imparcialidad tienen que ser el sello de los informativos que deben elaborarse de forma equilibrada y sin sesgos. Toda la ciudadanía debe verse reflejada de forma positiva en su televisión pública que tiene que contribuir además a reforzar valores como la convivencia. Todas, sin excepción, tienen códigos de conducta muy estrictos con respecto a sus profesionales. En el caso de las dos principales televisiones públicas europeas, la británica BBC y la alemana ARD, se alerta sobre los comportamientos negativos que puedan inducir a imitación.
TV3 y Catalunya Ràdio también comparten estas normativas sobre el papel. El libro de estilo de la CCMA recoge todas estas cuestiones y también aquellas relativas al comportamiento de los profesionales de la cadena: no pueden emitir mensajes ofensivos o despectivos, adoptar posiciones en los debates políticos ni manifestaciones públicas que puedan comprometer la imparcialidad de los medios donde se desempeñan. Esto vale no sólo para los contenidos que se emiten en antena sino también en redes sociales, blogs, entrevistas, artículos o tertulias.
Si hacemos un rápido repaso a las hemerotecas, vemos que esto está muy lejos de cumplirse. Los comentarios supremacistas e insultantes de Toni Soler son el pan de cada día. Figuras conocidas de TV3 y Catalunya Ràdio, como Mònica Terribas y Quim Masferrer, no sólo no hacen ningún esfuerzo por no desvelar sus opciones políticas sino que participan activamente como presentadores en actos organizados por entidades soberanistas. En uno de estos actos, Masferrer se permitió calificar a los españoles de “cabrones de mierda” y “panda de mangantes sarnosos”. Es impensable imaginar a Jeremy Vine, una figura de la BBC que ha protagonizado programas en la misma línea que el El Foraster, expresando insultos similares. O a Gavin Esler, periodista estrella de la BBC, presentando un acto a favor o en contra del Brexit.
¿Es legítimo que la televisión pública ampare estas conductas? ¿Queremos que el modelo a seguir e imitar por nuestros hijos e hijas sean personas que insultan sin disimulo desde todo tipo de tribunas? ¿Realmente queremos tener una televisión pública que sólo refleja a una parte y en la que muchas de sus figuras toman parte en un conflicto que afecta desde hace años nuestra convivencia? Si TV3 se financiara con un canon voluntario, como sucede con la BBC, ¿cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a financiar el sueldo de personajes como Toni Albà?
El sarcasmo es legítimo pero el insulto no lo es. El sarcasmo y la sátira desde una televisión pública no pueden tener como protagonistas siempre a los mismos porque entonces se convierten en herramientas de escarnio de una parte de la población contra la otra. Si queremos que el catalán sea una lengua apreciada y compartida por toda la ciudadanía, no podemos permitirnos gastar los 310 millones de euros que nos cuesta TV3 de esta manera. Tenemos que hacer otro tipo de televisión. Es urgente.