Contra lo que sostienen algunos, el problema de Cataluña no es la falta de reconocimiento o desarrollo de su personalidad lingüística y cultural en el Estado español. La prueba es que desde los poderes públicos catalanes se ha llevado a cabo en las últimas cuatro décadas una descarada política de nacionalización de masas mediante la escuela, la administración y los medios de comunicación públicos o concertados. Tampoco los catalanes sufrimos un expolio económico, sino que hechas bien las cuentas pagamos por renta y recibimos por población, como reconoció el propio Andreu Mas-Colell en la London School of Economics en febrero de este año. Y así podríamos seguir enunciando un sinfín de “problemas imaginarios” frente a los cuales, como tan acertadamente afirma el ministro de Exteriores, Josep Borrell, nada se puede hacer porque son afrentas inventadas. Lo único que tiene sentido es articular una respuesta sólida y persistente a todos esos “disparates” (como diría John Elliot) desde el Gobierno español junto a una estrategia de comunicación de largo recorrido con el objetivo de romper la burbuja de propaganda en la que habitan muchísimos catalanes y que los ha llevado al secesionismo fanático.
El verdadero problema que sufrimos es el deterioro de la democracia en Cataluña a manos de una pasión política que pretende imponerse con tics totalitarios y que dice hablar en nombre de todos. Ayer mismo, dos importantes sentencias judiciales venían a ratificar lo que durante mucho tiempo algunos hemos ido denunciado: la falta de neutralidad política de las instituciones y la vulneración en muchos casos de derechos fundamentales. El TSJC ratificó de forma firme e irrecurrible, a propósito del contencioso sobre la estelada en Sant Cugat que presentó Societat Civil Catalana, que la ocupación permanente de un símbolo partidista en el espacio público supone una privatización del mismo y vulnera los principios de objetividad y neutralidad institucional. El paso siguiente sería la retirada inmediata de todos los elementos ideológicos (lazos amarillos y cruces, banderas estelades, pancartas sobre los “presos políticos”, etc.) del espacio público, incluyendo los balcones o las fachadas de los ayuntamientos, las consejerías del Govern y el propio Palau de la Generalitat. En pura lógica serían esas administraciones las que de manera automática deberían a hacerlo. Pero todos sabemos que no será así y, por tanto, ahora tocaría a la delegada del Gobierno en Cataluña, Teresa Cunillera, exigirlo de forma general y recurrir para cada caso concreto ante los tribunales si hiciera falta.
La segunda sentencia es también muy relevante y hace referencia a los valientes jóvenes de Societat Civil Catalana en la Universitat Autònoma de Barcelona, contra los que se orquestó desde el Rectorado una sucia maniobra burocrática para excluirlos del directorio de entidades de estudiantes. Es la primera vez que una universidad en España es condenada por vulnerar derechos constitucionales básicos, entre los cuales la no discriminación por razón de opinión, el derecho a la libertad ideológica, a la libertad de expresión y a la educación. Lo que ocurre en la UAB es un reflejo de la actitud contemporizadora con el separatismo que practica una parte de las elites universitarias, supuestamente progresistas, como la rectora Margarita Arboix, cuya dimisión debería ser reclamada por todos los demócratas. No solo jamás se puso del lado de las víctimas del fascismo de izquierdas que se ha adueñado de dicho campus universitario (los cachorros de la CUP), sino que intentó acallar las críticas de los jóvenes de SCC mediante su expulsión. Una actitud camuflada de supuesta equidistancia pero que ha resultado encubridora de unos hechos muy graves, nada menos que de vulnerar derechos fundamentales, concluye la justicia.
Podemos estar de acuerdo en que la calidad de la democracia en España es perfectible, aunque en los estándares internacionales nuestro país figura en una posición muy sólida, por encima de Bélgica, Francia o Estados Unidos. Pero si en alguna parte del territorio español se está produciendo un grave deterioro democrático es en Cataluña. A lo dicho antes, añadan por ejemplo el espectáculo que está protagonizando la presidencia del Parlament contra los diputados de la oposición, o el deplorable acto institucional de entrega de las Creus de Sant Jordi convertido en un mitin de Carles Puigdemont. Los independentistas saben que la secesión unilateral no es posible, como tampoco un referéndum sin antes reformar la Constitución, pero no les importa cargarse la democracia y la convivencia. Descansen en agosto, recobren fuerzas, a la vuelta el caldero catalán va a entrar nuevamente en ebullición. Hasta pronto.