La sociedad catalana, como todas las del entorno occidental y mediterráneo, fue esclavista desde la Antigüedad hasta la abolición en el siglo XIX. En la época medieval, Barcelona fue un importante mercado de esclavos; abundaban tanto que en 1455 se fundó la Cofradía de esclavos y libertos de Sant Jaume. Hasta el siglo XV el subsahariano no irrumpió en ese mercado, aunque hasta el siglo XVIII la mayoría de los esclavos siguieron siendo blancos, sobre todo norteafricanos. Los acuerdos de paz y comercio, firmados por España con los países islámicos en la segunda mitad del setecientos, abolieron la mutua esclavitud de cristianos y musulmanes. Es en ese contexto de repliegue mediterráneo y de expansión colonial en las Antillas cuando –como ha demostrado Eloy Martín— aumentó la esclavitud negra en Cataluña.
Pero la singularidad del esclavismo catalán fue la intensa participación de embarcaciones y capital catalanes en la trata negrera legal desde 1789 entre África y Cuba. Aunque esa trata fue abolida en 1817, tras el acuerdo entre Gran Bretaña y España, el tráfico no desapareció sino que fue en aumento y convirtió a la colonia caribeña en uno de los principales mercados receptores del mundo. La ilegalidad de ese negocio no evitó que, de un modo u otro, estuviese implicada una parte de la gran burguesía española (financieros, hacendados, comerciantes, capitanes generales, etc.), incluso se relacionó con la trata hasta a la reina Isabel II y su familia. Aunque la esclavitud fue abolida en España en 1837, se eximió que la norma se cumpliese en Cuba y Puerto Rico. Entre 1820 y 1867, periodo de la trata clandestina, se tienen noticias de que en Cuba fueron desembarcados de manera ilegal al menos 700.000 esclavos. Se calcula, grosso modo, que a mediados del siglo XIX el 70% de la población cubana eran esclavos que trabajaban, sobre todo, en los ingenios de azúcar, en cafetales, en las fincas tabaqueras y hasta en tiendas y almacenes.
Jordi Maluquer fue el primer historiador que subrayó, en un estudio pionero publicado en 1974, las estrechas relaciones entre la burguesía catalana y la esclavitud colonial. A partir del permiso de 1765 de Carlos III el puerto de Barcelona pudo comerciar directamente con las Antillas, y se inició la gran emigración de catalanes a Cuba y Puerto Rico. Las inversiones en la isla se multiplicaron y los beneficios crecieron exponencialmente. Hubo destacados catalanes propietarios de ingenios de azúcar en las que trabajaban centenares de esclavos. Por ejemplo, las primeras fábricas de puros y cigarrillos de tabaco fueron creadas por catalanes. En una de ellas, la de Josep Gener i Batet, se produjo un incendio que después de ser sofocado dejó la triste imagen de aprendices carbonizados que estaban atados con cadenas. La fábrica de tabaco más importante y conocida fue la de Jaume Partagàs, asesinado en 1864 mientras visitaba una de sus vegas tabaqueras.
El comercio fue donde los catalanes ejercieron cuasi un monopolio. Nadie sabía cómo, pero cuando llegaba un barco eran los primeros en subir a bordo: “Maestros en su oficio, proceden con un extraño concierto con el que alejan o desbaratan a los competidores extranjeros”, escribió en 1857 un viajero francés. Unos años antes, en 1844, otro viajero norteamericano aseguró que los catalanes tenían “gran parte del comercio de la isla en sus manos, así como una parte considerable de sus riquezas”. Se especializaron en la exportación de azúcar, pero –como señaló Maluquer— fueron también unos comerciantes usureros que prestaban dinero a los hacendados con un interés que rondaban el 40%.
Si hubo un negocio en el que destacaron sobremanera los catalanes fue en la trata ilegal de negros entre África y Cuba. Sin duda, era el más arriesgado pero también el más lucrativo si lo que se pretendía era amasar una gran fortuna en poco tiempo. Los historiadores dudan de que hubiera un gran comerciante catalán relacionado con Cuba que no fuese negrero en algún momento de su vida. Algunos viajeros norteamericanos llamaban a los catalanes asentados en Cuba “judíos españoles”; uno de ellos, el reverendo Abiel Abbot escribió en 1829 que “tenían poco del carácter que, generalmente, atribuimos sin distinción al español”. Estos indianos acumulaban riqueza día tras día sin ningún tipo de escrúpulo, y después la trasladaban a Cataluña, para invertirla en una Barcelona en expansión económica y con un magnífico negocio inmobiliario desde la demolición de sus murallas en 1854.
Además del primer marqués de Comillas, Antonio López, la lista de negreros enriquecidos y sus socios es demasiado larga para enumerarla: fueron los Biada, Güell, Torrents, Ribalta, Vidal-Quadras, Mas, Sallés, Nonell, Espriu, Bosch, Xifré, Arrufat, Benet, etc. Como demostró Josep Maria Fradera, sus apellidos engrosaron las elites catalanas que, con todo el cuidado posible, ocultaron la procedencia de esas inmensas fortunas. El caso de Jaume Torrents, muy bien estudiado por Xavier Juncosa, es revelador de cómo mediante hábiles inversiones y estrategias políticas y matrimoniales, el “momento Barcelona” permitía que personajes como este moianés –indiano, empresario, naviero, financiero y negrero— fuese considerado ante todo un hombre piadoso y un benefactor social.
Uno de los argumentos del separatismo cubano fue, obviamente, la reivindicación abolicionista, muy duramente contestado por la alta burguesía catalana en 1868, con Víctor Balaguer como portavoz. Gracias a esta iniciativa se organizó un batallón de voluntarios, formado sólo por catalanes, que se embarcó en abril de 1869 en el vapor España rumbo a Cuba. Fue la primera fuerza militar enviada a luchar contra la insurrección separatista. Dos años más tarde, Joan Güell i Ferrer publicó una durísima crítica contra el independentismo por ser injustificable y nada conveniente a los intereses españoles; es decir, si la trata ilegal era indefendible había que mantener, al menos, la esclavitud. Pese a esa resistencia el abolicionismo triunfó y, después de varias leyes y demás decretos, en 1886 se liberaron los últimos 30.000 esclavos cubanos. Faltaban doce años para que Cuba dejase de ser un gran negocio, una reserva precapitalista que España no fue capaz de conservar para sus principales beneficiarios: la burguesía y la economía catalanas.
Se comprende, como sugirió Cambó, que la fecha inicial del “plantejament seriós” del problema nacionalista catalán fuese 1898. Más que perderse las últimas colonias, la burguesía catalana se quedó sin su lucrativo mercado antillano. El espectacular festín había terminado. Y comenzó la operación El meu avi, la invención de una relación ideal de Cataluña con Cuba en la que la memoria de la esclavitud y la brutal trata negrera fue escondida mediante la exaltación folklórica y popular del cremat y la habanera. Detrás de este falso idilio existió una trágica realidad, uno de los episodios más vergonzosos de falta de libertades y explotación humana en la historia de Cataluña sobre las que se levantaron las inmensas fortunas de buena parte de las elites catalanas, aún en el poder.