Silencio. Juan Claudio de Ramón piensa lo que quiere decir, y necesita articularlo con precisión. El interlocutor le otorga el tiempo necesario. El resultado es enriquecedor para los dos. Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst (Madrid, 1982) es uno de los articulistas en la prensa española y en diversas publicaciones culturales más cautivadores. Es diplomático, primer secretario de la Embajada de España ante Italia en Roma. Fue consejero en la Embajada de España en Ottawa, en Canadá, entre 2011 y 2015 y considera que, en gran medida, el problema que se ha generado en Cataluña está relacionado con la lengua, con el peligro real o percibido por muchos catalanes que corre la lengua catalana en un contexto de globalización. Trabaja en una ley española de lenguas, junto a Mercè Vilarrubias, para que las cuatro lenguas españolas tengan una mayor proyección en toda España, y también, por tanto, “el castellano en Cataluña”. Señala, en esta entrevista con Crónica Global, realizada en Santander, con motivo del seminario "Anatomía del 'procés", organizado en la UIMP, que ya ha llegado el momento de "dejar de militar en las identidades, en la catalana o en la española".
—Pregunta. A su juicio, ¿qué pasó realmente en el llamado otoño catalán? ¿Un golpe de estado posmoderno?
—Respuesta. Sí, me parece una definición adecuada. Así lo ha descrito Daniel Gascón en un libro muy recomendable que se llama precisamente así, El golpe posmoderno. Es un golpe en el sentido técnico de que se ha tratado de reemplazar una legalidad por otra al margen del procedimiento establecido en la primera para su reforma. Y es posmoderno por varias razones, pero para mí sobre todo por el hecho de que las motivaciones del secesionismo eran más estéticas que éticas. La independencia no era algo que los independentistas necesitaran, sino algo que les hacía mucha ilusión, lo cual resulta bastante posmoderno.
—¿Es necesario un pacto interno en Cataluña, al margen de la negociación entre los gobiernos catalán y español?, desde la premisa de que algo se ha roto entre los propios catalanes.
—Así es, porque es cierto que algo se ha roto. Se ha roto la relación de confianza del gobierno catalán que mantiene con sus administrados, con sus ciudadanos. Cuando tienes la titularidad de un poder y lo ejerces en contra de una parte de tus ciudadanos, usando la policía para espiar a los disidentes o los colegios públicos como focos de propaganda política, esa relación de confianza del administrado con su gobierno queda destruida, y me temo que la actual Generalitat no hace mucho por recomponerla. Porque lo primero que debe garantizar un gobierno es su neutralidad ideológica. Esa es una ruptura que se ha producido, digamos, en un eje vertical. En un eje horizontal, está claro también que la concordia social entre catalanes también se ha roto. Y esa es una grieta que no se podrá suturar sin modificar los equilibrios propios de la cultura política de un catalanismo hasta ahora hegemónico, que en teoría se ha presentado como integrador de las diferencias, pero en la práctica no respetaba ni representaba adecuadamente la pluralidad de la sociedad catalana.
—¿Qué argumentos válidos cree que ha tenido el independentismo?
—Razones o motivos serios, yo, francamente, no los veo. El procés se ha desplegado en ausencia de una justificación moral fuerte, y sólo podía ser fuerte si lo que pretendía era romper un estado, y más un estado democrático. ¿Argumentos débiles? No existen los gobiernos perfectos y siempre hay motivos para un cierto descontento. Pero los problemas de la sociedad catalana se reproducen en otras comunidades sin que eso provoque el deseo de romper. No es serio apuntarse a la independencia porque el tren de Cercanías ha llegado tarde. En el fondo, como decía antes, todo esto ha tenido mucho de pulsión estética.
—¿Es la sentencia del Estatut del Constitucional de 2010 un posible agarradero?
—No. Yo entiendo que no es una situación óptima, aunque ha ocurrido en otros países también, que un tribunal enmiende una ley refrendada popularmente, pero de esa situación solo tiene culpa quien permitió que un texto con aspectos manifiestamente inconstitucionales llegara tan lejos. Además, le sentencia fue todo lo benigna que podía ser. Los artículos anulados no ofrecían más bienestar o claras mejoras al ciudadano catalán. No había nada razonable en ellos, y no veo ninguna razón para recuperarlos ahora. Así que no. Los que creen que la sentencia del Estatut es el origen del procés confunden causa con pretexto. De hecho, no creo que los mismos que lo alegan se lo crean de verdad. Lo dicen por cinismo y para encubrir su propia culpa. Aprovecho para decir que votar otro Estatut sería un error, al menos en este momento. Volveríamos a repetir el camino que nos ha traído hasta aquí: un acuerdo controvertible e innecesario que fracasa, y al fracasar extiende las llamas de un incendio que tampoco habría apagado si hubiera prosperado. En algún momento Cataluña volverá a votar una norma de autogobierno, pero harán falta bastante años antes de que sea una vía segura y practicable.
—Y el catalanismo, ¿es recuperable? El independentismo lo da por muerto.
—Tema complejo. Vamos a ver, en Cataluña existe la creencia convencional de que el catalanismo es algo distinto del nacionalismo catalán. Como observador externo, me cuesta creerlo. Y lo digo, no como un prejuicio, sino después de haber observado la praxis de gobierno de un partido que se dice catalanista, como el PSC, que en nada se distinguió de la praxis nacionalista ortodoxa y en algunos casos la agravó. Es decir, me importa poco que sobre el papel se diga que el catalanismo es integrador, si luego en el gobierno actúa como un nacionalismo cualquiera. Pero es que ni siquiera sobre el papel tiene mucho sentido, porque parece reposar sobre equilibrios imposibles: estar en España, pero no ser parte de España, hacer construcción nacional, pero sin aspirar a la independencia, ser prácticamente independientes, pero seguir enviando diputados a Madrid. No sé, no lo veo, la verdad. Yo entiendo que en el pasado fuera necesaria esa idea de militar en la catalanidad, porque estaba amenazada. Había que recuperar el autogobierno y rehabilitar la lengua. Pero esos objetivos se consiguieron y vivimos bajo un marco donde todas las identidades se respetan. Plantear a los catalanes que todavía hoy tienen que seguir militando en su catalanidad, dando a entender que la amenaza no se ha extinguido, lo único que consigue es problematizar la identidad española de los catalanes. Porque en condiciones normales, democráticas, no hay que militar en la identidad, ni en la española ni en la catalana, sino vivirla relajadamente. Creo que eso el catalanismo no lo permite, y en ese sentido es más parte del problema que de la solución. Y no pretendo tener la última palabra sobre el tema del catalanismo, tengo amigos que se reclaman de esta tradición y sé que no son independentistas. Para ellos el catalanismo es una parte valiosa de su biografía y entiendo que les cueste desprenderse de él. Pero sí digo que si el catalanismo quiere ser parte de la solución y no del problema tiene que enmendarse en la dirección que ha apuntado Joaquim Coll: un movimiento que se tome con la misma seriedad el lugar de Cataluña en España como el de España en Cataluña, y esto hasta ahora no ha sido así.
—Jordi Pujol decía, en su última etapa, que Cataluña había llegado a un punto crítico. O se diluía en España, o insistía en su identidad para tener estructuras de estado propias. ¿Es una disyuntiva real?
—Ninguna cultura, y menos una cultura robusta como la catalana, debe tener miedo a su desaparición cuando se vive en un Estado pluralista, y el nuestro lo es. Pujol aventa un temor infundado. Basta con percatarse de que nunca en la historia ha habido más hablantes de catalán, y eso se ha conseguido en el marco de la democracia española. Ruego a mis amigos catalanes que no se instalen en lo que Pierre Trudeau llamaba una mentalidad de ciudadela asediada, porque nadie les está asediando. En la España del 78 pueden ser tan catalanes como deseen, y no creo que haya ningún indicio racional de que eso no sea así. Amurallarse tras una identidad propia previamente podada de todos los elementos que se consideran ajenos es un precio demasiado alto que nadie debería querer pagar.
—¿Si España apuesta por abrazar el conjunto de sus lenguas, como la catalana, se reducirá la demanda nacional, la idea de nación catalana?
—Siempre que hablo de este tema tengo que empezar aclarando que España ya ampara su diversidad lingüística en un grado muy notable. No sólo en el nivel autonómico, sino también en el estatal. Hay cosas pequeñas pero significativas. Mira, si abres tu cartera y sacas tu DNI verás que es un documento bilingüe, en catalán y en castellano, y se trata de un documento expedido por el Ministerio del Interior en Madrid. Y hay muchos más ejemplos de buenas prácticas, como la labor de los Institutos Cervantes para difundir las otras lenguas españolas, que no se ponen en valor lo suficiente. De modo que el planteamiento que yo hago no parte de un supuesto victimista. Lo que yo digo es que el Estado todavía no abraza su pluralidad lingüística en un grado suficiente como para sujetar sus tendencias centrífugas, que claramente tiene una motivación lingüística. Lo que está detrás del deseo de tener un Estado propio para muchos catalanes es la creencia de que solo un Estado propio les garantiza la conservación de la lengua catalana. Yo creo que esa creencia es infundada, pero llega un momento en que importa poco si las percepciones de la gente son ciertas o no: hay que atenderlas. De ahí la propuesta que algunos impulsamos de una Ley de Lenguas Oficiales que pacifique la querella lingüística y ponga negro sobre blanco que el Estado se hace garante de todas las lenguas españolas. Entre las personas que tienen más pensadas esta idea está mi amiga Mercè Vilarrubias, que este otoño va a sacar un libro sobre la cuestión que esperamos sea muy leído.
—¿Y el conjunto de españoles está por esa labor, la de una ley de lenguas en España?
—Sobre la receptividad de la sociedad española es difícil hacer generalizaciones, depende de cada generación. Y también depende del grado de enfado que uno tenga con las políticas lingüísticas de las comunidades, porque si uno está muy quemado por ahí, entonces lo de la Ley de Lenguas cree que es algo para validar o incluso agravar algunas injusticias que está sufriendo. Pero no es eso, al menos en mi idea y en la de Mercè, sino algo tan sencillo como sentar con claridad los derechos lingüísticos de los administrados y las obligaciones lingüísticas de las administraciones, con criterios de equidad y convivencia. Los derechos de todos los españoles y las obligaciones de todas las administraciones. Soy optimista. Piensa que casi un tercio de españoles ya viven en comunidades con dos lenguas, por lo que podemos asumir que lo viven como algo natural, siempre que se respeten sus derechos. Es verdad que en la España donde se habla solo castellano, una propuesta así puede causar sorpresa, pero tiendo a pensar que tras unos años de polémica pasaría a formar parte del paisaje. Cuando Pierre Trudeau impulsó el bilingüismo federal en Canadá tuvo problemas con el electorado, pero al poco tiempo nadie lo discutió. Lo que debemos tener claro es que no se debe pretender que todo el mundo se interese por las lenguas en el mismo grado. No podemos caer en el perfeccionismo moral de pretender que todos seamos cultos y tetralingues, aunque ciertamente no estaría mal que todos nos interesáramos por alguna otra lengua española distinta de la hablada en casa.
—¿Puede dar algún detalle más de cómo sería esa ley de lenguas en España en la que están trabajando usted y Vilarrubias? ¿Implicaría cambios en la inmersión lingüística?
—Bueno, aunque Mercè y yo estemos muy interesados en este tema, y hacemos apostolado siempre que podemos, no somos los únicos que lo estamos pensando. La idea es sencilla: desplazar el foco desde la lengua hasta los hablantes. Esto es, sentar los derechos lingüísticos de los administrados y las obligaciones lingüísticas de las administraciones, y hacerlo aprendiendo de las mejores prácticas de otros lugares que han experimentado tensiones parecidas a las nuestras. Entre estas mejores prácticas, por cierto, no está la escuela monolingüe que se practica en Cataluña. En ningún país o territorio autogobernado del mundo se excluye una de las lenguas cooficiales de ser vehicular, al menos parcialmente en la escuela. Es una anomalía antipluralista que idealmente la ley podría solventar, dado que la Generalitat no parece que esté por la labor de flexibilizar su criterio. Sé que es un tema muy sensible, pero sólo lo es porque el nacionalismo ha convertido la inmersión en un dogma sagrado, el tótem y el tabú de Cataluña. Pero lo razonable en una sociedad bilingüe es que su escuela también lo sea, sin necesidad de separar a sus alumnos. Tengo la sensación además de que será la propia sociedad catalana la que rompa el tabú y derribe el tótem. Porque nada de lo que se dice para defender la inmersión uniforme es cierto y la gente se está dando cuenta.