El término “el caso de los catalanes” lo utilizaron los británicos de marzo a junio de 1714 para referirse a la singular situación en que queda Cataluña al final de la Guerra de Sucesión. La Corona de Aragón austracista se había hecho borbónica mayoritariamente desde Almansa (1707). Sólo quedaba Cataluña como el último reducto del austracismo en España, y más que Cataluña, en ese momento, Barcelona. El uso del término en inglés The case of catalans estuvo acompañado, en el marco de Utrecht, de una notable exhibición de mala conciencia (con mucha hipocresía) que los whig británicos reflejaron en algunos panfletos estudiados por Michael Strubell.
Con el término de “el caso de los catalanes” se define la situación especial de Cataluña que, cuando todos los países participantes de la guerra estaban en situación de cansancio total y deseaban la paz definitiva, saldando todas las cuestiones pendientes, quedó como un extraño verso suelto, una pieza desencajada en el puzle europeo y español, una asignatura pendiente. ¿Cómo se había producido ese desprendimiento del caso catalán del bloque austracista en el marco de la guerra?
En primer lugar, la génesis del caso de los catalanes radica en el incoherente recorrido de Cataluña entre las dos opciones dinásticas planteadas a la muerte de Carlos II. El punto de partida fue el viraje catalán de 1704, su singular cambio de rumbo, su apuesta por el candidato Austria, el rey-archiduque Carlos, rompiendo el criterio que a lo largo de cuatro años (1700-1704) había seguido Cataluña, plenamente favorable a la legitimidad del candidato Borbón designado por el testamento de Carlos II como sucesor.
Cataluña se incorporó tarde al proyecto político austracista. Inicialmente, por parte del rey-archiduque, en la estrategia diseñada por el almirante de Castilla, Tomás Enríquez de Cabrera, no contaba Cataluña, sino que lo que le interesaba al rey-archiduque en un primer momento era el frente extremeño-portugués. Cataluña surgió en el horizonte austracista por la obsesión del ex virrey Jorge de Darmstadt que, contrariamente al Almirante de Castilla y en función de sus propios intereses personales, tuvo claro el proyecto de mediterraneizar la guerra. El papel de Darmstadt fue decisivo para el referido viraje catalán. Lo cierto es que son centenares los elogios que entre 1701 y 1703 se tributaron a Felipe V cuando vino a Barcelona a jurar los fueros y el rey Borbón se casó con su primera esposa en el monasterio de Vilabertrán (Girona) para satisfacer expectativas catalanas. La comparación de las Cortes borbónicas de 1701-02, aun con la estela de sus “dissentiments”, y las austracistas de 1705-06 no refleja diferencias capitales en el tratamiento de las constituciones catalanas por parte del rey Borbón y del rey-archiduque Carlos. El Tratado de Génova de 1705 articuló una alianza de colaboración mutua entre británicos y catalanes. Los austracistas tomaron Barcelona en 1705 (tras un sitio con muchas bombas) y el archiduque Carlos, con Cataluña como su principal punto de apoyo, se convirtió en Carlos III. La burguesía comercial liderada por Sebastià Dalmau jugó fuerte a favor del loby atlantista angloholandés, eje económico del austracismo.
La apuesta catalana en favor de Carlos quedó absolutamente desairada en 1711 cuando Carlos decidió asumir el título de emperador a la muerte de su hermano José I y marchar a Viena, donde moriría en 1740, y el austracismo se descabezó. La guerra perdió su sentido y fue entonces cuando los catalanes se convirtieron en “el caso de los catalanes”. Las alianzas, los compromisos, las promesas que agrupaban el bloque austracista se rompieron. El cansancio de una guerra de desgaste como la Guerra de Sucesión era infinito y las negociaciones para llegar a una paz general comenzaron entonces.
Carlos quiso aferrarse a la ficción de su condición de rey de los catalanes prolongando la estancia de su esposa Isabel Cristina de Brunswich en Barcelona hasta marzo de 1713. Pero era una pura falacia
De entrada hubo dos Cataluñas, la borbónica y la austracista, con enorme movilidad política. La Cataluña borbónica no fue tan minoritaria como la historiografía nacionalista ha defendido. Cervera, Berga, Manlleu, Ripoll, Centelles fueron siempre borbónicas y las fluctuaciones de las grandes ciudades catalanas fueron enormes a lo largo de la guerra. Sólo Barcelona fue siempre austracista. El austracismo castellano tampoco podemos minimizarlo. Granada, Murcia, Santander, La Coruña, contaron con importantes focos a favor del archiduque Carlos.
El discurso austracista catalán inicialmente centró su reivindicación política simplemente en que Don Carlos fuera rey de España. Cuando este se fue a Viena en 1711, primero se planteó mantener una Corona de Aragón dependiente y protegida por el emperador Carlos VI y, por último, desde 1713 se optó en Cataluña, tras constatar el fracaso de sus expectativas en Utrecht, por apostar por el republicanismo, una República libre de Cataluña, Mallorca e Ibiza bajo el protectorado imperial, siempre desde luego con el mantenimiento de los fueros por bandera. Todavía el 18 de septiembre de 1714, una semana después de que hubiese acabado el sitio de Barcelona, Ferran Çarirera, embajador en Holanda, insistía en el presunto proyecto republicano catalán, alentado por diversos textos políticos catalanes. El despiste de los embajadores catalanes en Londres, Viena o Amsterdam fue extraordinario y contribuyó a la falta de sentido de la realidad que vivieron los catalanes durante los dos últimos años de la guerra.
El republicanismo catalán en definitiva sólo se planteó en 1713-14, ya en el contexto del sitio final de Barcelona. Antes, y a lo largo de la guerra, lo que los catalanes exhibieron fue un singular narcisismo identitario, lo que en catalán se llama cofoisme, una autosuficiencia singular respecto a sus fueros y privilegios que se deleitaron en contrastar con Castilla.
De esa tantas veces constatada autosuficiencia paternalista, los catalanes se irán lanzando en una fuga hacia adelante que llenará de perplejidad a los propios cronistas austracistas como Francesc de Castellví, que hablaron de “fuerte osadía y terrible emprender”, “ciega resolución”, “engañados de sus alientos y neciamente confiados de unas tan vanas esperanzas y tan remotas como el estar en la creencia de que el emperador había de continuar en la empresa o por lo menos mediar”.
La fuga de la realidad por parte de Cataluña arranca ya de 1712, en las primeras negociaciones europeas previas a Utrecht. El convenio de París de agosto de 1712 había establecido la suspensión de hostilidades. En marzo de 1713 se firmó el Tratado de Evacuación entre el Imperio y Francia que marcaba la salida de los ejércitos del territorio español y la entrega de Barcelona o Tarragona a las fuerzas borbónicas con promesa de amnistía general (“olvido perpetuo de todo lo que se ha executado en esta guerra”) y libertad de los prisioneros. El problema de los fueros se señalaba que quedaba aplazado. En junio de ese año, por el acuerdo de Hospitalet, se aplicaba esa evacuación a Cataluña (cese de armas desde el 1 de Julio, entrega de Barcelona o Tarragona el 15 de Julio y ya no se mencionaba la cuestión de la amnistía y los fueros).
Un mes después, en el Tratado de Utrecht entre la monarquía española y la británica, se acordó solucionar “el caso de los catalanes” concediendo a Cataluña la amnistía y los mismos privilegios económicos que tenían los castellanos, esto eso, el acceso al mercado atlántico. A última hora, Barcelona optó por la vía de meter la cabeza bajo el ala, soñar inútilmente con un apoyo europeo que nunca llegó y entrar en una dinámica de historia fanático-religiosa que llevaría a sufrir el terrible sitio de 1713-14, un reflejo de a dónde puede llegar la locura.