Cuenta Josep Fontana que la expansión mediterránea durante los siglos XIII y XIV fue la época más importante en la historia de la “nostra formació com a poble”, la que hizo de Cataluña “el primer Estat nació modern d’Europa”, con una estructura política consolidada y unas cortes representativas (sic). Sea o no cierta esta interpretación, de lo que nadie duda es que la conquista de las Baleares fue decisiva para el éxito de esta expansión.
Otros historiadores nacionalistas, como Marc-Aureli Vila, han insistido que la conquista de Mallorca se tuvo que hacer porque los musulmanes “representaven un perill constant per a la subsistencia de la nació catalana”. Es decir, la brutal conquista no se pudo evitar porque ante todo primaba la citada política de expansión y la consolidación de “la seguridad nacional” ante la piratería musulmana. Fue, desde ese punto de vista, una empresa nacional o de país y no una cruzada religiosa, eso sí apoyada por todos los grupos sociales.
Pero, ¿la conquista fue un designio providencial en el inevitable camino hacia los Països Catalans? En la crónica árabe de Ibn 'Amira se cita un sensato consejo que, al parecer, le dieron a Jaume I: “Tu expedición a Mayurqa constituye una ambición sin sentido, pues aquí tienes tierras de los musulmanes que están al alcance de tu vista y de tu oído”. El rey era consciente de esa situación, su proyecto de conquistar Valencia confirma esa impresión. Pero ¿por qué hizo un paréntesis en la expansión hacia el sur y optó por el dominio insular? Según relata en el Llibre dels feits, fue en el transcurso de una cena en Tarragona, y ante la mayoría de la nobleza catalana, cuando el joven rey propuso una conquista inmediata y rentable.
La mayoría de los historiadores consideran que la expedición para ocupar y repartirse Mallorca se organizó porque se dieron ciertas coincidencias de intereses entre el monarca, la nobleza y las elites urbanas catalanas. El retroceso de los almohades en la península, después de la batalla de Navas de Tolosa en 1212, animó a plantear empresas de conquista. Se sumó otro factor: la necesidad que el rey tenía de imponerse a una nobleza aragonesa y catalana demasiado revoltosa y egoísta. De ser un éxito, la conquista podía generar beneficios económicos inmediatos para las ciudades y los mercaderes catalanes, cada vez más interrelacionados con otros centros mercantiles del Mediterráneo occidental (Pisa, Génova, Marsella, etc.).
La excusa para poner en marcha la expedición fue la captura de dos barcos barceloneses por piratas mallorquines, que a su vez habían respondido a la captura de un barco ibicenco por piratas tarraconenses. A este pretexto militar se le añadió la cobertura religiosa, tan útil en aquellos tiempos de cruzadas cristianas contra el infiel. La empresa de la conquista se terminó de concretar a fines de 1228 durante unas cortes reunidas en Barcelona. La expedición partió de Salou el 5 de septiembre del año siguiente, y desembarcaron cuatro días más tarde en la bahía de Santa Ponsa. Las cifras de participantes han dado lugar a disputas sobre si fueron más aragoneses que catalanes, o al revés. Aproximadamente partieron unos 150 barcos de distintos tamaños que transportaron unos 15.000 infantes y unos mil caballeros, en su mayoría procedentes de condados catalanes, a los que se sumaron unos 500 mercenarios originarios de la Provenza, Marsella y Narbona. Además del del rey, aportaron huestes Nuño Sánchez I de Rosellón y Cerdaña. Hugo IV de Ampurias, la Orden de los Templarios, Ramón II de Moncada, el arzobispo de Tarragona y el obispo de Girona, entre otros.
El desembarco y avance de las tropas cristianas por la isla fue muy rápido hasta poner en asedio a la capital, que resistió hasta el 31 de diciembre. Uno de los factores que facilitaron este éxito fue la ayuda del traidor Ibn ‘Abbad o Benhabet, que apostató del islam y entró al servicio de Jaime I. Cuenta Ibn ‘Amira que cuando los campesinos mallorquines se movilizaron en auxilio de la capital “los cristianos les persiguieron y liquidaron a muchos, practicando una gran carnicería y haciendo llover sobre ellos enormes nubes de infortunio”.
Los sitiados de la capital pidieron salir sanos y salvos y poder marcharse a tierras del Islam. En la crónica de Ibn ‘Amira se denuncia el incumplimiento de esa promesa de Jaime I de que “serían bien tratados dictando a su favor el edicto de salvaguarda”. Hambrientos y muertos de frío fueron maltratados hasta morir: “Las mujeres cargaban en brazos a los pequeños y los hombres portaban cuerdas en sus cuellos. ¿A cuántos ancianos se les denegó el avío y de misericordia se les privó? ¿Cuántos niños suplicaban nutrimento a sus madres?...”. No parece que Jaime I pretendiera convertir a los musulmanes: “En aquellos días murieron tantos como los que antes fueron muertos”. Según la crónica árabe fueron unos 24.000 mallorquines los aniquilados, la mitad de la población de la isla: “Triturados, destrozados y tronchados habían sido como si todas sus muertes y toda su sangre la de una sola persona hubiera sido”. Los cadáveres amontonados se fueron pudriendo y cuenta Ibn ‘Amira que un obispo dictó una extraña ley: “Quien saque un muerto de la ciudad tendrá la misma recompensa que aquel que lo mató”. La epidemia desatada por la descomposición de los cuerpos terminó diezmando también a los conquistadores.
La resistencia musulmana continuó en la sierra de Tramontana hasta junio de 1232, los supervivientes a la conquista que no pudieron huir a tierras musulmanas fueron esclavizados. Tras el reparto de las propiedades urbanas y rurales, el rey y los magnates repoblaron la isla de Mallorca con catalanes, muchos de ellos procedentes del Ampurdán y del Rosellón. Menorca aceptó la soberanía de Jaime I en 1231 a cambio de un tributo anual que les permitió seguir siendo musulmanes, hasta que la isla fue conquistada plenamente en 1287 por Alfonso III de Aragón. Ibiza y Formentera siguieron los pasos de Mallorca y fueron ocupadas en 1235 y su población esclavizada.
Buena parte de la historiografía nacionalista le atribuye a Jaime I una premeditada intención pancatalanista con las conquistas de Valencia y Mallorca. Sorprende esta interpretación cuando antes de morir en 1276 lo que hizo fue desgajar su patrimonio dinástico entre sus hijos. A Pedro III le legó las posesiones peninsulares (Aragón, Cataluña y Valencia) y a Jaime II las ultrapirenaicas (Rosellón y Cerdaña) e insulares (Baleares). El reino de Mallorca fue independiente de la Corona de Aragón durante varias décadas (1276-1285 y 1298-1343), el sueño de una única nación ni siquiera estuvo en su imaginación.