Cuando en junio de 2007 Woody Allen rodaba la película Vicky, Cristina, Barcelona en nuestra querida ciudad condal, Barcelona se encontraba en la cima del prestigio internacional.
Barcelona era a los ojos de residentes y foráneos una ciudad abierta, cosmopolita y dinámica. La película del famoso director norteamericano representaba la culminación de un largo camino iniciado en 1992.
En 2018, solo once años después, la situación es otra, la marca Barcelona ha envejecido, está cansada, han surgido oxidaciones y la larga sombra del populismo y nacionalismo se extiende por el Eixample.
Pero, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? En 2015, una activista social, Ada Colau, sin ningún tipo de experiencia en gestión, ni privada ni pública, ni profesión conocida, alcanzó la vara de alcaldesa en los tiempos revueltos del post 15M. Al igual que en muchas otras capitales españolas, el movimiento populista había alcanzado el poder urbano con promesas de igualdad y vivienda para todos. Desde Cádiz hasta Galapagar, la marea morada había asaltado los plenos. Pero el discurso populista, al igual que el ciprés, por muy alto y erguido que se eleve, nunca da frutos.
Pero, ay, Barcelona, otros males te acechan. Y por si lo anterior no fuera poco, otra rama del populismo; el nacionalismo, también se expandía por nuestra ciudad y por toda Cataluña.
Un separatismo excluyente e insolidario --tan antibarcelonés-- y barnizado con preocupantes sesgos identitarios (por lo menos en la medida de Torra, Junqueras y su ADN, y muchos otros). Los de la procesión del Santo Procés intentaban su particular asalto a la ciudad. Barcelona es capital, proclaman. Y siempre ha sido su objetivo clavar la estelada en el lado sur de la Plaza de Sant Jaume. Mientras esto sucedía, Colau se reunía y manifestaba con los de la vara en la Generalitat para apoyar con su "sí, pero bueno, solo un poquito", al movimiento separatista de la inmersión identitaria. Pero Barcelona es rica, plural y babeliana. Entenderlo es quererla.
Y ardió la Ciutadella durante el infame otoño de 2017 por la irresponsabilidad y delitos (presuntos) de unos políticos separatistas y separadores que nos pusieron a todos al borde del abismo.
Barcelona sufrió. La reacción fue inmediata, caída drástica del consumo, la inversión y el turismo el último trimestre del año en Barcelona. La desconfianza se volvía a instalar en nuestra ciudad. La marca se resentía. Y una marca es como una catedral, años y años, esfuerzo y esfuerzo en construirla, para que en unos instantes se venga abajo.
Y llegó la calma, por lo menos la aparente. Pero no nos engañemos tampoco, el 155 paró la hemorragia, pero fue una pequeña venda para cubrir tanta herida. La desconfianza, como el rayo, no cesaba, y cientos de empresas seguían cambiando su sede social de Barcelona a otras ciudades españolas a pesar del 155. Y tras la investidura de Torra, la desconfianza vuelve a despuntar.
Porque, díganme ustedes, si Colau y Torra publicitan de forma gratuita en sus palacetes que en España hay “presos políticos”, ¿qué mensaje están dando a inversores y turistas? ¿Que están visitando e invirtiendo en una dictadura...? ¿Será eso bueno para la ciudad? La respuesta parece clara.
El coste de oportunidad es incalculable. ¿Cuántas inversiones, empleo y riqueza adicional tendríamos sin Colau ni Torra al mando? Imposible saber, sin duda, pero todo apunta a que el resultado de la ecuación populismo y nacionalismo es negativo.
El procesismo-clerecía nos vende que el separatismo no hace daño, es indoloro, y que Facebook se instalará en Barcelona. Pero se olvidan mencionar que en la misma Torre Agbar en la que se instalarán los 500 trabajadores (con salarios medios-bajos tirando a low cost) de una subcontrata de Facebook, iba destinada a los más de 1.000 empleados (con sueldos medios-altos) de la Agencia Europea del Medicamento, con sus más de 30.000 visitas de trabajo al año.
Pues qué bien, en Barcelona hemos cambiado una agencia europea de prestigio por las fake news. Vaya con que no afecta eso del procés y lo de anunciar a los cuatro vientos que la eso de la ley es algo voluntario, y que según me levante vuelvo a la desobediencia y la unilateralidad. Los inversores encantados.
Pero acabo ya con las malas noticias. En 2019 tenemos una oportunidad. La oportunidad de retomar la senda de la inclusión, la universalidad y la de ilusionarse con una nueva Barcelona, con un nuevo 1992 que revitalice esta Barcelona cansada.
Una Barcelona más europea que nunca, más abierta con y para todos, vengan de Vic o de Vigo. Una Barcelona sin complejos ni equidistancias, que se reconoce en su diversidad y en la que todas las lenguas y ADN tengan cabida.
Esa oportunidad, si así se confirma, tiene un claro nombre: Manuel Valls. El único barcelonés que ha sido primer ministro de Francia, pero también ministro de Interior y alcalde de una ciudad del área metropolitana de Paris durante once años.
Un barcelonés europeo con una considerable experiencia como gestor; tanto municipal como estatal. Un Manuel Valls que proyecta como nadie la confianza y prestigio internacional que necesitamos para recuperar inversores y generar más empleo.
Hace diez años viajaba uno por el mundo y al decir que era de Barcelona observaba la expresión de admiración en el rostro de la gente, hoy te contestan: "Qué lío tenéis montado, ¿no?”. Pues eso, al lío.